Datos personales

Mi foto
Ensayista de filosofía, Montevideo, Uruguay, 1943.Mientras trabaja en lingüística y semiótica se interesa por la filosofía y la lógica. Se gradúa en literatura con escasa actividad docente. Dirige los "Manuales de Literatura" de la Editorial Técnica, hasta que en 1980 publica "Vaz Ferreira, filósofo del lenguaje". Es asesor de la pedagoga Cledia de Mello, investiga la obra de Arturo Ardao y escribe en la revista "relaciones" de Saúl Paciuk. "Lógica e incertidumbre" (1988) y "Fantasmas en la lógica" (2002) anuncian su modalidad dentro de la "vieja y noble reflexión metafísica" (Jorge Albistur). "El velo de la apariencia" (2008) y "La humanización del tiempo" (2015) han sido consideradas "metafísicas fuertes” insertas en epistemología, lógica y gnoseología (Agustín Courtoisie). Su pensamiento se enlaza con la “filosofía de la experiencia” uruguaya, prolongándola en el presente siglo (Yamandú Acosta). Es autor de "Arturo Ardao, la pasión y el método" (2004), "La huella de Rodó" (2013), "Filosofía invisible" (2019), "Luis Alberto de Herrera, el pensamiento a contraluz" (2020) y "Spinoza" (2025). A publicar próximamente: "Mar de humanos. El drama de la cultura".

jueves, 31 de agosto de 2023

OFRENDA MUSICAL para los grandes consumidores

Se vive la propagación de un sonido llamado música que es compuesto sólo por uno de sus tradicionales ingredientes, lo que podría llamarse ritmo. Sin embargo, es un fuerte toque de percusión estruendosa y a intervalos que acompasa todo el largo de las llamadas canciones. No es música, no es ritmo y no es canción.

En el Uruguay de nuestra época, y en otros países del mundo, el arte sufre un efecto de menoscabo, incluso de impedimento, y se comprueba especialmente en el campo de la música. Nos referimos a lo que representa un importante influjo sobre la vida corriente de las personas, en su dimensión de esparcimiento, cultura, despojamiento de obligaciones, evasión de la vida diaria y mitificación de situaciones psicológicas: escape de la opresión, lo abrumante y asfixiante. Nos referimos a la hegemonía del ritmo.

Se trata de lo que, en la composición, se privilegia en sus constituyentes en nombre de uno sólo de ellos, el ritmo (pero es posible que esta palabra no aluda exactamente a lo que deseamos referir ―cadencia fragorosa, descarga como nota pedal o bordón que machaca el oído a intervalos regulares, y al cual se acoplan gritos en monodias chirriantes sin melodía). Es uno de los varios componentes de las obras musicales, pero solo uno, que no suele ir aislado en su desnudez, divorciado del resto de ingredientres que integran este arte. Frecuentemente, empero, ocurre que hoy se desempeñe aislado y constituya por sí solo la mal llamada “música”. No deja de ser curioso que una pieza musical se realice en base a  uno solo de sus elementos fundamentales, aunque muchas buenas obras podrían ser consideradas como especialmente rítmicas, cadenciosas, acompasadas.

Se da un desplazamiento importante o suficiente para que la pieza se convierta en un inmenso metrónomo, en un sonido machacón, abrumador y ensordecedor, al que le falta lo sustancial. Solo un marcapasos universal, el golpe, la repetición descontrolada, lo que ya no es ritmo porque carece de un marco tonal y solo cuenta con uno que, por ser único, no se distingue. El sonido automático, para entonces, es llamado música, pero está claro que no lo es.

La música contiene compás, ritmo, repetición, imitación, pero también melodía, armonía, contrapunto, tonalidad, timbre, fortes y pianos, silencios, instrumentación, composición, interpretación. Tiene, además, si es música, inspiración, invención, variaciones, imaginación. No es sólo repique, sonido desnudo, el pum pum de una máquina; no se recibe como un gong indefectible ni como la campana que anuncia la hora, vibrando divorciada de todo propósito estético. Además, se compone de canto, no de gritos estridentes, descontrolados, carentes de afinación, timbre, control de emisión de la voz.

 

DE LO QUE PODRÍA TRATARSE

 

En el caso exclusivo al que nos referimos, convocado con urgencia en lo que representa de por sí, en su enorme capacidad de repetición, duplicación, insistencia, redundancia, pertinacia, se trata del ritmo llevado a su mínima expresión (en cuanto música) y a la vez a su máxima expresión (en cuanto estruendo), el elemento acústico que quiere apropiarse del auditorio a la fuerza, violentamente en muchos casos, algo que favorece la condición instintiva de los humanos a recrearse en una manifestación con danza ritual inspirada en mitos primitivos cualesquiera.

En su más simplificada descripción nos referimos el acento, la cadencia que se espera en todo desarrollo sonoro, como “movimiento en el tiempo”, pulso, flujo, metro, compás, tempo. Todo lo cual nos remite a uno de los varios componentes de la música, la cual no se limita al efecto sonoro solamente, al mero ruido que se reitera hasta emborrachar los sentidos por su reireración enajenada y por el volumen ensordecedor. Para que obtenga su lugar en la música debe contar con una estructura compositiva, de la cual es sólo un componente.

Ritmo o movimiento en el tiempo, que puede ser sugerido por el movimiento del cuerpo, es el de la naturaleza, el de las relaciones del cuerpo con el entorno, y que por alguna necesidad devenida de la duración (y surgida por la impaciencia o la espera o la pasividad o lo inevitable de lo que siempre es subsiguiente) se repite en forma idéntica, maquinal, automática, intuitiva o instintiva. Como uno de los ingredientes fundamentales de la música, melodía, armonía, contrapunto, tono, timbre, volumen, modo, el ritmo que necesitamos encontrar en el desarrollo diacrónico de la melodía es el eslabón, el reconocimiento de una dimensión protocolar, dinámica, dialéctica de la estética musical, que nunca se desprende de su estructura ni nunca queda sola.                             

 

DE LO QUE SOBRA Y DE LO QUE FALTA

 

Hoy la música desempeña, en general, un costado festivo del espíritu, sólo jarana, celebración de la nada, alegría por la alegría y borrachera por la borrachera. Borges, increpando a Carlos Gardel, había deplorado que el tango languideciera y contrastara con la milonga decimonónica, alegre y obscena en sus letras. Pero, justamente, esa languidez, tristeza, melancolía de no se sabe qué, es lo propio de la vidalita y de cierta música folclórica muy campesina y autóctona. No es de desear, por cierto, una música siempre triste, fúnebre, la que Borges deplora en Gardel.

La milonga primigenia era alegre y sus letras obscenas, y los tangos de la guardia vieja son los más auténticos, una joyas en su pulido original. Pero Gardel es el fundador de una nueva etapa, la del tango cantado en la que aparece el tango-canción, que enriquece al tango tradicional, vocal e instrumentalmente, y que inicia el período de los grandes poetas.

Esa música tiene todo y proviene de antecedentes ancestrales, españoles, sudamericanos y africanos. Iinteresa destacar, si bien hablamos de composiciones en general destinadas a una voz con acompañamiento instrumental, así como la danza, que con Gardel aparece más bien como dúo. En lo que en principio es voz con acompañamiento, surge un perfecto intercambio en el que, musicalmente, ambas voces adquieren la misma importancia, a la manera del lied europeo. Por eso llena tanto la expectativa del auditorio, porque contiene melodía, pero también armonía, incluso contrapunto y más aún un timbre especialísimo proveniente de las guitarras y del cantante, que ha hecho de ello uno de sus mayores logros. Y, por supuesto, un control perfeccionado del volumen, los pianos y fortes, y el juego de tonalidades, aunque no se hable de tango en do mayor ni en mi bemol.

Es lo que justamente falta en lo que se oye con frecuencia en las fiestas, celebraciones, bailes y festividades, que son más bien desempeños corporales que se ajustan a un único patrón rítmico, pero en el que está ausente la música, cuando de esta palabra se atiende el verdadero significado. Esas gimnasias, manifestaciones rituales sueltas de cuerpo, como las danzas tribales de las sociedades primitivas, por supuesto carentes de estilo en el movimiento (que es lo propio de la danza elaborada), necesita acompañarse de una tormenta de luces psicodélicas, excitantes, mareantes o desquiciantes, porque el desquicio involucra especialmente al cuerpo.

Así procuraban los primitivos convocar a los dioses, diosas o deidades, con sus grandes fogatas en torno a las cuales era ritual el baile, cuyos poderes se adueñaban de la voluntad en una apoteosis del arrebato; pero entre ellos el arrebato e incluso la embriaguez al menos tenía sentido. Se trata de hábitos sobre los cuales es difícil emitir un juicio, estético o ético pertenecientes, desde un punto de visa emic, a las características de la cultura determinada de un pueblo, de una región o de una época.

 

DE LO COMPRENSIBLE Y DE LO IGUALITARIO

 

Es perfectamente comprensible que hoy las personas quieran saltar, ensordecerse y con ello encontrar la liberación de sus cadenas cotidianas o un sentido para la vida como encontraban los primitivos. Es una práctica y una tendencia que monopoliza el gusto y que tiene un valor por ser el preferido, porque la masa ha tomado actualmente el puesto en donde se decide todo: la música, la literatura, la poesía, el cine, los libros, la información, las noticias, hasta las vocaciones y profesiones.

Pues se vive en medio de un arrear, de un espolear o azuzar, definitivo y último comando que dirige una misión desconocida. Se vive de acuerdo a la tendencia y preferencia de un ejército de entusiastas, alucinados, de una suerte de ganado humano que se embarca en los grandes puertos del mundo con destino a los diferentes países culturales fabricados por los compradores y vendedores. Como con cualquiera otra costumbre o tradición, no hay por qué desprestigiar ni enojarse con esta tendencia, sólo porque no se pueda asimilar a lo que racionalmente se considere música, en el estricto sentido que esta palabra encierra. Por el contrario, tiene una ventaja que podría considerarse beneficiosa para todos: es una tendencia a la igualación y aun al igualitarismo.

Lo igualdad, acaso, ¿no es una de las más grandes aspiraciones en la historia moderna, especialmente a partir del año 1789? Sin embargo, dese hace siglos se ha observado que la igualdad, entendida a rajatabla, guarda lazos secretos con el absolutismo y el totalitarismo: es el instrumento con el cual se opera el frenado de las sociedades, el anquilosamiento, la paralización de los procesos por los cuales se alcanza el mejoramiento de la vida, de la coexistencia, del bienestar. Y, aunque sin ninguna duda es el instrumento que garantiza el derecho de todos a beneficiarse de las leyes tanto como la obligación a respetarlas, sería horrible imaginar que todos pensaran de la misma manera y en lo mismo, que todos sintieran de manera igual. Que todos se procurasen los mismos gustos, las mismas preferencias, que todos usaran las mismas palabras, que se vistieran todos como en espejo, en fin, resultaría un mundo más justo, no hay duda, nadie podría ser más que nadie. Pero sería horrible.

            Muchos piensan que ese mundo igual sería una forma de garantizar que no hubiera injusticia, que todos ganaran la misma suma de dinero, que, como todos vivirían bajo las mismas condicionantes económicas, sociales, cultuales, educativas, sanitarias, de seguridad, todos gozarían de los mismos beneficios y no habría diferencias ni clases sociales ni marginación ni explotación del hombre por el hombre. Quizá no habría enconos, lucha de intereses, competencias ni monopolios, no habría guerras. Pero, por mucho que esas personas han pensado en un mundo semejante, hasta hoy no han explicado cómo podría lograrse, cómo llevar ese conjunto de maravillas a la vida real de las personas.

Por cierto, entre quienes piensan en el igualitarismo como solución a los problemas humanos hubo quienes han concebido teorías políticas al respecto, ideas que fundamentan su posibilidad y estrategias para llevarlo a la práctica. Pero no lo han logrado hasta ahora, y lo que el hombre ha logrado al respecto ha sido por la vía de procurar la prosperidad, pero en este sentido: en vez de llevar la prosperidad, cuando la hay, al conjunto de las personas, procurar que las personas alcancen la prosperidad. En vez de buscar que todos sean iguales, lo que a hasta ahora parece imposible, buscar que las diferencias entre los humanos resulten la verdadera fuerza para obtener la prosperidad de todos.

Asegurar la igualdad ante la ley y el derecho, ante la educación, ante las instituciones públicas, el acceso a la salud y a la seguridad, en fin, la igualdad a la más amplia gama de valores culturales, es una pista lo suficientemente amplia como para que despeguen las más altas y generales aspiraciones. En el arte la igualdad no tiene más sentido que aquel por el cual pueda llegar a todos, todos puedan crearlo y tenerlo cerca y apreciarlo. En lo que tiene que ver con las políticas culturales que proveen los medios para que esa igualdad se cumpla, justamente, es en lo que por lo general fallan los criterios en que se inspiran.

Para advertir esta falla es preciso atender primero lo que suele ocurrir entre las colectividades desasistidas, al garete estético, al margen de la cultura de superación. A saber, que todos o casi todos tienen alguna idea de qué es el arte, que surge la disposición a cultivarlo, a crearlo o a recepcionar sus expresiones, pero sin que se cuente con la información, la preparación y la maduración suficiente. Así, algunos se forman de cualquier manera, sin educación al respecto; se vuelven aspirantes a artistas e incluso se creen artistas acabados (es la forma en que prospera la mediocridad). Esto es triste y puede evitarse por medio de la promoción de la cultura: no de una cultura ni de un puñado de culturas específicas, tendencias o prácticas, sino de la única cultura, es decir, de la que provee los medios para consagrarla como la más amplia y que tienda al mejoramiento del espíritu.

 

DE CÓMO ALGO ESCAPA POR LA TANGENTE

 

Se ha dicho, y con frecuencia se olvida, que “la vida es corta y el arte es largo”, lo que quiere decir, en pocas palabras, que nunca se termina de abarcar el conocimiento y la idoneidad en el amplio abanico de manifestaciones, tendencias, gustos, técnicas, variadas formas de cultivarse. Y, muy especialmente, que el arte necesita de específicas preparaciones para que su comprensión y su recepción resulten cabales y armónicas. No todo es fácil en este universo tan especial. Pero, entonces, ¿qué papel le cabe al igualitarismo en él?

¿Qué conviene hacer cuando se procura que todos se beneficien y se busca la forma de favorecer esta aspiración? Pues, así como se procede con la escuela y el liceo, se debe proceder con el arte, con la música, la pintura, etcétera. Se procede a enseñar su historia, su filosofía, sus técnicas, sus formas.

Las políticas culturales, como iniciativas políticas que son y como democráticas que son, llevan en su seno el propósito de satisfacer a las mayorías. Lo común, pues, es reparar en quienes abrazan el gusto por el arte de todos, o sea, el popular, el de la casa y el barrio, el elemental, el que se adquiere por ósmosis en los medios y en las redes sociales y, en fin, en todos los ámbitos y lugares donde se posa la vista, porque está en todos lados. Se oye o se sabe o se huele o se toca en cualquier parte y es aprovechado por la mercadotecnia para dirigirse al centro más sensible y a la vez más parecido de todos. Lo mejor para ellos es que todos sintamos, oigamos, veamos, gustemos y palpemos el mundo de manera parecida y, como en buena parte eso se cumple, el igualitarismo termina limitando a todos y a cada uno, encerrándolo en el goce de un arte burdo, interesado y aburguesado (lo que quiere decir, adecuado para facilitar que todo pueda venderse y comprarse).

Se pasa por alto, entonces, la enormidad del arte, su riqueza de formas y géneros, sus corrientes creativas más elaboradas. Se termina desdeñando la historia del arte, lo que ha sido sentido y hecho antes de nosotros, y el individuo queda al margen de lo mejor, de lo más aprovechable, de lo que podría constituir lo sustancial de su cultura. El arte supremo que se ha cultivado, la pintura y la escultura en sus colecciones de imágenes y museos, la música en sus partituras, interpretaciones y conciertos, la literatura en sus bibliotecas, el mejor cine, las ferias y librerías, en fin, el teatro, la danza, la cerámica. La política cultural termina, opuestamente a su inicial objetivo, encerrando más a quienes necesitan ampliar el panorama.

Es la política cultural la que puede abrirlo, pues el Estado tiene a su disposición el acceso a todas las manifestaciones del arte conocidas, folclóricas, nacionales, populares, clásicas, modernas, vanguardistas, primitivas, prehistóricas, históricas y contemporáneas. Puede ampliar el horizonte, para que la actividad de quienes tienen iniciativas artísticas, como se cumple en todos los pueblos, se encause y no se estanque o se pierda en sólo una serie de hechos repetidos, sin mejoramiento, de un orden prácticamente ritual. La política cultural debe estar concebida de manera de trascender el rito, porque de perpetuarlo ya se ocupan las comunidades sin que se les deba enseñar ni sugerir nada. El propio esparcimiento, el solaz, la dispersión, el carnaval, el regocijo general y el jolgorio son actividades que no necesitan más preparación que la que ellas mismas de sobra saben cómo proporcionárselas.

No quiere decir que esas iniciativas autónomas y libres no puedan ser asistidas, ayudadas por las políticas culturales, pues son desempeños de la cultura como cualquier otro desempeño, y poseen una riqueza única, entrañable, originaria, inimitable. Responden a la tradición y a las costumbres, y la tradición y las costumbres representan la mayor riqueza cultural de un pueblo. Forman parte de todas las demás formas de vida, de las comidas, las bebidas, los hábitos familiares y sociales, las fiestas, las celebraciones y la memoria de las desgracias. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que una cosa es arte y otra es tradición.

Todo esto merece la mayor atención de la política cultural, pero con ello no termina su misión y mucho menos sus mayores objetivos y aspiraciones. Porque, en tanto política, debe procurar siempre ir más allá, aumentar y no sólo mantener, mostrar lo desconocido además de favorecer la contemplación de lo conocido por todos. Debe prestarse a todos de modo que el cultivo del arte se complete con lo que es necesario poseer para tener acceso al arte mayor, precisamente, el arte que el individuo común no capta, no puede captar porque le falta educación, que es necesaria también para apreciar el arte, y sin que por eso deje de cultivar el que ya cultiva. Y, si el arte es largo, también lo es la educación, que no termina nunca de completarse por larga que resulte la vida.

¿Y quién puede llevar la educación en el arte a la gente? Ese arte que todos recibirían con regocijo si lo pudieran apreciar, si lo tuvieran a la mano y si contasen con la preparación adecuada para recibirlo, debe procurarse. Cabe la responsabilidad a quienes tienen a su cargo las políticas culturales de los Estados democráticos la obligación de realizar esa tarea, y con éxito. ¿Acaso la democracia no consiste en la forma de gobierno en la que prepondera la voluntad de las mayorías? ¿Por qué, entonces, prepondera hoy en los hogares, en las calles, en los salones, en casi todos los espectáculos populares de toda índole sólo una vertiente de la música, esa que, decíamos, es sólo salto, golpe, estruendo o chillido? Hay un exclusivismo en el arte público o popular o general.

 

DE LO QUE NO SE PUEDE CREER Y DE LO INNECESARIO

 

No es pensable que el pueblo todo, o casi todo, se haya aculturizado a sí mismo en música, que por su propia voluntad se haya puesto límites y por la sola fuerza de la costumbre. La historia de la música demuestra que los pueblos no se desmoronan en su sensibilidad, no se vuelven torpes en la música, sino, por el contrario, se perfeccionan en sus instrumentos, en la calidad del canto, en las formas musicales, en los textos de sus canciones que eventualmente pueden alcanzar valores destacadísimos. ¿Qué ha ocurrido, entonces? ¿Por qué sólo se oye una “música”, en todos los momentos y lugares, dentro y fuera de los hogares y de los comercios, en las fiestas, en las celebraciones, en el bus y en el avión, en el celular, en la propaganda? ¿Por qué el consabido pum pum del sonido con pretensión de ser música, tan basto, tan burdo, grosero, feamente simple? Y, todavía, cada vez más elemental y tosco.

Quienes enseguida exclaman “no me gusta” al oír una obra clásica, porque le es desconocida o no le han prestado la debida atención, ignoran que tras esas palabras y en el subsuelo histórico-social de ese sentir, subyacente cultural de la situación, se consuma otra exclamación, en esencia, “no me ha sido posible” o “no he tenido la oportunidad”, incluso “no sé qué limitación me ha vuelto imposible entender o gustar”. Sería muy extraño que un ser humano no gustara de Bach o de Mozart, de Albéniz o Puccini, de Fabini o Gershwin, si dispusiera de una formación estética medianamente aceptable. Así, lo que se atribuye al gusto, que pertenece a las preferencias individuales, en realidad debe atribuirse a la educación. De la misma manera, no nos aficionamos en masa a la matemática o a la física porque no la entendemos. Sin entender, descubrir y apreciar los secretos de un fenómeno, de una manifestación artística, no hay respuesta por parte del espíritu.

No está de más recordar que el arte, el saber, los sentimientos, también el amor, la facultad de elegir, de buscar e investigar, son los fundamentos de la cultura. Proteger nuestras preferencias, perpetuarnos en lo mismo en que somos o creemos ser, guiarnos sólo por el instinto, permanecer en lo que somos, sentimos y añoramos, son las fuerzas que mantienen pero no enriquecen la cultura. La cultura dignifica en lo más hondo de cada uno y en el conjunto de los seres humanos, pues constituye la dimensión en la que gobierna lo mundanal serenamente exaltado, lo perceptual gozosamente ennoblecido y lo soñado vuelto realidad hasta donde es posible.

¿Para qué escamotear sus infinitos eslabones y sus imprescindibles enlaces y articulaciones, y con qué motivos algunos se especializan en enflaquecerla, en debilitarla para volverla más accesible o para que resulte fácil beneficiarse con lo que no es más que su sombra? Cabe sólo a indolentes y a pusilánimes el desdeñar la cultura de superación, negociar con sólo alguno de sus más bellos aspectos y vulgarizarlos para explotar su poder de adhesión y contaminación.                      

En su mejor momento los uruguayos contaron con la posibilidad de apreciar en vivo, o por los medios de transmisión por entonces fono eléctricos, el abanico casi total del arte. No buscó el igualitarismo sino la posibilidad de igualdad en la recepción y la comprensión del arte. Se buscó la manera de que todos los gustos tuvieran la posibilidad de expresarse, hasta en el deporte. De modo que se facilitaron los teatros, y fueron aplicados a diferentes géneros, a la música popular, al carnaval, a la ópera, a los conciertos sinfónicos y de cámara. Para respetar los gustos, no se mezclaron las iniciativas y cada institución cultivó una especialidad diferente. Esa política cultural no despreció a nadie y, por el contrario, robusteció lo que se podría defnir como una especial dialéctica de la cultura.

            La educación primaria y media reflejó soberanamente este criterio incluyendo en sus programas títulos y temas de todas las especies. Se estudiaba música, dibujo, manualidades, danza, e incluso se organizaban visitas a los espectáculos dignos de atención por parte de los estudiantes. La Orquesta del Sodre y la Comedia Nacional recorrían el país buscando que todos pudieran gozar del arte, y del mejor. Ambas instituciones alcanzaron un nivel superior en sus ejecuciones y en sus actuaciones, y se calificaron muchos músicos y actores.

            En la década del treinta del siglo pasado el Estado uruguayo a través del Sodre inauguró una emisora radial que significó un paso fundamental en la difusión de la música. No sólo contó con una discoteca inigualada (en cuyo acervo colaboró Carlos Vaz Ferreira) sino que se ocupó de transmitir los conciertos en vivo en el Estudio Auditorio y en el Teatro Solís. A ello añadía la intervención de musicólogos famosos que explicaban las obras ante del concierto o de la audición. Y no se limitaba a la música, pues también se irradiaban programas de literatura y filosofía. Por su parte, emisoras radiales particulares transmitían el Carnaval desde los escenarios y tablados. Algunas transmitían cine en vivo, comedias desde los teatros y especialmente los radioteatros, muchas veces con obras basadas en famosas novelas o adaptaciones de teatro para la radio.

            Hoy se sostiene que no hay público capaz de condescedner con aquellos programas de digusión cultural; pero esta opinión desconoce que el público que una vez hubo no se formó de la nada, y que resultó de la misma campaña de difusión de las artes y el pensamiento.

            Se volvieron habituales las exposiciones en museos y salas que se convirtieron en lugares icónicos para el arte, galerías famosas, muestras retrospectivas de artistas consagrados, espectáculos vanguardistas relacionados con las artes plásticas y escénicas. La ópera y la danza tuvieron su momento, y se estrenaban obras de autores nacionales, con lo que surgieron destacados concertistas con reconocimiento internacional.

Hoy día también se realizan exposiciones y conciertos, pero el arte se expresa según los cánones de la mundialización indefectiblemente comerciales, siempre los mismos (el pum pum y el grito), de una estética de lo más pobre. Y los músicos, no todos pero al menos la mayoría, se atienen a ellos obedientemente puesto que necesitan audiencia inmediata. Así, los necesitados de música y los podcasts se benefician con las aplicaciones que se ocupan de agradar y cautivar mediante productos que no agregan nada a lo que ya posee el destinatario.

            Quizá respondiendo al ideal del igualitarismo estético, se supone que a todos les gusta todo. Y es cierto que hay personas que en cuestión de arte gusta de todo, pues cada uno tiene sus predilecciones y es conveniente respetar las diferencias. Así, a quien le gusta Schubert o Tchaikovsky y acude al concierto o al teatro a oír o a ver sus obras, ¿a qué zarandearle con un tango o con un rock, como suele hacerse? ¿Qué sentiríamos si nos ponen a bailar una sonata de Beethoven? ¿Apreciaríamos entonces el verdadero valor del tango o de la milonga o del vals?

El maravilloso proceso de conjunción de música popular y música clásica se gesta en la misma obra gracias al talento, al ingenio y al amor del compositor por su arte, el terruño y la tradición. Se puede poner como ejemplo a cientos de compositores de todas las nacionalidades y épocas que, sea desde lo popular a lo clásico o al revés, crearon obras distinguidísimas. Así, pues, para cada género es bueno que se reserve un teatro o una sala, para cada gusto un ámbito adecuado y especializado. Nadie es capaz de lograr que sea igualitario el gusto por una zamba o por una partita de Bach. Se trata de asuntos diferentes y lo mejor es que cada uno lo aprecie a su manera. Por otra parte, las salas se ajustan a determinadas características de la música, no a todas.

Es completamente ridículo, además, atribuir antigüedad o caducidad a una obra de arte. No hay arte con esas cualidades o en arte esas cualidades no existen. Este es quizá el efecto que produce el hábito de atribuir vanguardismo a ciertas canciones o pinturas u obras teatrales. Con lo que, así de mal entendido, el vanguardismo termina arrinconando al arte en la estantería de la historia. Ocurre frecuentemente que pase a la historia antes que las obras no consideradas de vanguardia.

Para concluir digamos que la repetición insistente de un bajo continuo que resulta de un golpe atronador en la percusión, bombo, tambor, batería, no es arte de por sí. La misma percusión, todo el arte instrumental respectivo no es golpe ni trueno ni ningún fragor enloquecedor. No tiene esa función cuando se trata de música, de la cual forma parte en todos los géneros y categorías, por lo que la repetición forma parte exclusiva de la creación musical. Si se escucha la Ofrenda musical de Juan Sebastián Bach se advertirá, especialmente en los compases del ricercare, cuál es la función del ritmo y de la repetición, el motivo que aparece y vuelve a aparecer lo largo de la obra. Es un recurso expresivo que caracteriza la imitación, uno de los más importantes fenómenos de todas las técnicas de la música occidental desde al menos el siglo XII hasta la actualidad.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

OFRENDA MUSICAL para los grandes consumidores

Se vive la propagación de un sonido llamado música que es compuesto sólo por uno de sus tradicionales ingredientes, lo que podría llamarse r...