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Ensayista de filosofía, Montevideo, Uruguay, 1943.Mientras trabaja en lingüística y semiótica se interesa por la filosofía y la lógica. Se gradúa en literatura con escasa actividad docente. Dirige los "Manuales de Literatura" de la Editorial Técnica, hasta que en 1980 publica "Vaz Ferreira, filósofo del lenguaje". Es asesor de la pedagoga Cledia de Mello, investiga la obra de Arturo Ardao y escribe en la revista "relaciones" de Saúl Paciuk. "Lógica e incertidumbre" (1988) y "Fantasmas en la lógica" (2002) anuncian su modalidad dentro de la "vieja y noble reflexión metafísica" (Jorge Albistur). "El velo de la apariencia" (2008) y "La humanización del tiempo" (2015) han sido consideradas "metafísicas fuertes” insertas en epistemología, lógica y gnoseología (Agustín Courtoisie). Su pensamiento se enlaza con la “filosofía de la experiencia” uruguaya, prolongándola en el presente siglo (Yamandú Acosta). Es autor de "Arturo Ardao, la pasión y el método" (2004), "La huella de Rodó" (2013), "Filosofía invisible" (2019), "Luis Alberto de Herrera, el pensamiento a contraluz" (2020) y "Spinoza" (2025). A publicar próximamente: "Mar de humanos. El drama de la cultura".

jueves, 31 de agosto de 2023

OFRENDA MUSICAL para los grandes consumidores

Se vive la propagación de un sonido llamado música que es compuesto sólo por uno de sus tradicionales ingredientes, lo que podría llamarse ritmo. Sin embargo, es un fuerte toque de percusión estruendosa y a intervalos que acompasa todo el largo de las llamadas canciones. No es música, no es ritmo y no es canción.

En el Uruguay de nuestra época, y en otros países del mundo, el arte sufre un efecto de menoscabo, incluso de impedimento, y se comprueba especialmente en el campo de la música. Nos referimos a lo que representa un importante influjo sobre la vida corriente de las personas, en su dimensión de esparcimiento, cultura, despojamiento de obligaciones, evasión de la vida diaria y mitificación de situaciones psicológicas: escape de la opresión, lo abrumante y asfixiante. Nos referimos a la hegemonía del ritmo.

Se trata de lo que, en la composición, se privilegia en sus constituyentes en nombre de uno sólo de ellos, el ritmo (pero es posible que esta palabra no aluda exactamente a lo que deseamos referir ―cadencia fragorosa, descarga como nota pedal o bordón que machaca el oído a intervalos regulares, y al cual se acoplan gritos en monodias chirriantes sin melodía). Es uno de los varios componentes de las obras musicales, pero solo uno, que no suele ir aislado en su desnudez, divorciado del resto de ingredientres que integran este arte. Frecuentemente, empero, ocurre que hoy se desempeñe aislado y constituya por sí solo la mal llamada “música”. No deja de ser curioso que una pieza musical se realice en base a  uno solo de sus elementos fundamentales, aunque muchas buenas obras podrían ser consideradas como especialmente rítmicas, cadenciosas, acompasadas.

Se da un desplazamiento importante o suficiente para que la pieza se convierta en un inmenso metrónomo, en un sonido machacón, abrumador y ensordecedor, al que le falta lo sustancial. Solo un marcapasos universal, el golpe, la repetición descontrolada, lo que ya no es ritmo porque carece de un marco tonal y solo cuenta con uno que, por ser único, no se distingue. El sonido automático, para entonces, es llamado música, pero está claro que no lo es.

La música contiene compás, ritmo, repetición, imitación, pero también melodía, armonía, contrapunto, tonalidad, timbre, fortes y pianos, silencios, instrumentación, composición, interpretación. Tiene, además, si es música, inspiración, invención, variaciones, imaginación. No es sólo repique, sonido desnudo, el pum pum de una máquina; no se recibe como un gong indefectible ni como la campana que anuncia la hora, vibrando divorciada de todo propósito estético. Además, se compone de canto, no de gritos estridentes, descontrolados, carentes de afinación, timbre, control de emisión de la voz.

 

DE LO QUE PODRÍA TRATARSE

 

En el caso exclusivo al que nos referimos, convocado con urgencia en lo que representa de por sí, en su enorme capacidad de repetición, duplicación, insistencia, redundancia, pertinacia, se trata del ritmo llevado a su mínima expresión (en cuanto música) y a la vez a su máxima expresión (en cuanto estruendo), el elemento acústico que quiere apropiarse del auditorio a la fuerza, violentamente en muchos casos, algo que favorece la condición instintiva de los humanos a recrearse en una manifestación con danza ritual inspirada en mitos primitivos cualesquiera.

En su más simplificada descripción nos referimos el acento, la cadencia que se espera en todo desarrollo sonoro, como “movimiento en el tiempo”, pulso, flujo, metro, compás, tempo. Todo lo cual nos remite a uno de los varios componentes de la música, la cual no se limita al efecto sonoro solamente, al mero ruido que se reitera hasta emborrachar los sentidos por su reireración enajenada y por el volumen ensordecedor. Para que obtenga su lugar en la música debe contar con una estructura compositiva, de la cual es sólo un componente.

Ritmo o movimiento en el tiempo, que puede ser sugerido por el movimiento del cuerpo, es el de la naturaleza, el de las relaciones del cuerpo con el entorno, y que por alguna necesidad devenida de la duración (y surgida por la impaciencia o la espera o la pasividad o lo inevitable de lo que siempre es subsiguiente) se repite en forma idéntica, maquinal, automática, intuitiva o instintiva. Como uno de los ingredientes fundamentales de la música, melodía, armonía, contrapunto, tono, timbre, volumen, modo, el ritmo que necesitamos encontrar en el desarrollo diacrónico de la melodía es el eslabón, el reconocimiento de una dimensión protocolar, dinámica, dialéctica de la estética musical, que nunca se desprende de su estructura ni nunca queda sola.                             

 

DE LO QUE SOBRA Y DE LO QUE FALTA

 

Hoy la música desempeña, en general, un costado festivo del espíritu, sólo jarana, celebración de la nada, alegría por la alegría y borrachera por la borrachera. Borges, increpando a Carlos Gardel, había deplorado que el tango languideciera y contrastara con la milonga decimonónica, alegre y obscena en sus letras. Pero, justamente, esa languidez, tristeza, melancolía de no se sabe qué, es lo propio de la vidalita y de cierta música folclórica muy campesina y autóctona. No es de desear, por cierto, una música siempre triste, fúnebre, la que Borges deplora en Gardel.

La milonga primigenia era alegre y sus letras obscenas, y los tangos de la guardia vieja son los más auténticos, una joyas en su pulido original. Pero Gardel es el fundador de una nueva etapa, la del tango cantado en la que aparece el tango-canción, que enriquece al tango tradicional, vocal e instrumentalmente, y que inicia el período de los grandes poetas.

Esa música tiene todo y proviene de antecedentes ancestrales, españoles, sudamericanos y africanos. Iinteresa destacar, si bien hablamos de composiciones en general destinadas a una voz con acompañamiento instrumental, así como la danza, que con Gardel aparece más bien como dúo. En lo que en principio es voz con acompañamiento, surge un perfecto intercambio en el que, musicalmente, ambas voces adquieren la misma importancia, a la manera del lied europeo. Por eso llena tanto la expectativa del auditorio, porque contiene melodía, pero también armonía, incluso contrapunto y más aún un timbre especialísimo proveniente de las guitarras y del cantante, que ha hecho de ello uno de sus mayores logros. Y, por supuesto, un control perfeccionado del volumen, los pianos y fortes, y el juego de tonalidades, aunque no se hable de tango en do mayor ni en mi bemol.

Es lo que justamente falta en lo que se oye con frecuencia en las fiestas, celebraciones, bailes y festividades, que son más bien desempeños corporales que se ajustan a un único patrón rítmico, pero en el que está ausente la música, cuando de esta palabra se atiende el verdadero significado. Esas gimnasias, manifestaciones rituales sueltas de cuerpo, como las danzas tribales de las sociedades primitivas, por supuesto carentes de estilo en el movimiento (que es lo propio de la danza elaborada), necesita acompañarse de una tormenta de luces psicodélicas, excitantes, mareantes o desquiciantes, porque el desquicio involucra especialmente al cuerpo.

Así procuraban los primitivos convocar a los dioses, diosas o deidades, con sus grandes fogatas en torno a las cuales era ritual el baile, cuyos poderes se adueñaban de la voluntad en una apoteosis del arrebato; pero entre ellos el arrebato e incluso la embriaguez al menos tenía sentido. Se trata de hábitos sobre los cuales es difícil emitir un juicio, estético o ético pertenecientes, desde un punto de visa emic, a las características de la cultura determinada de un pueblo, de una región o de una época.

 

DE LO COMPRENSIBLE Y DE LO IGUALITARIO

 

Es perfectamente comprensible que hoy las personas quieran saltar, ensordecerse y con ello encontrar la liberación de sus cadenas cotidianas o un sentido para la vida como encontraban los primitivos. Es una práctica y una tendencia que monopoliza el gusto y que tiene un valor por ser el preferido, porque la masa ha tomado actualmente el puesto en donde se decide todo: la música, la literatura, la poesía, el cine, los libros, la información, las noticias, hasta las vocaciones y profesiones.

Pues se vive en medio de un arrear, de un espolear o azuzar, definitivo y último comando que dirige una misión desconocida. Se vive de acuerdo a la tendencia y preferencia de un ejército de entusiastas, alucinados, de una suerte de ganado humano que se embarca en los grandes puertos del mundo con destino a los diferentes países culturales fabricados por los compradores y vendedores. Como con cualquiera otra costumbre o tradición, no hay por qué desprestigiar ni enojarse con esta tendencia, sólo porque no se pueda asimilar a lo que racionalmente se considere música, en el estricto sentido que esta palabra encierra. Por el contrario, tiene una ventaja que podría considerarse beneficiosa para todos: es una tendencia a la igualación y aun al igualitarismo.

Lo igualdad, acaso, ¿no es una de las más grandes aspiraciones en la historia moderna, especialmente a partir del año 1789? Sin embargo, dese hace siglos se ha observado que la igualdad, entendida a rajatabla, guarda lazos secretos con el absolutismo y el totalitarismo: es el instrumento con el cual se opera el frenado de las sociedades, el anquilosamiento, la paralización de los procesos por los cuales se alcanza el mejoramiento de la vida, de la coexistencia, del bienestar. Y, aunque sin ninguna duda es el instrumento que garantiza el derecho de todos a beneficiarse de las leyes tanto como la obligación a respetarlas, sería horrible imaginar que todos pensaran de la misma manera y en lo mismo, que todos sintieran de manera igual. Que todos se procurasen los mismos gustos, las mismas preferencias, que todos usaran las mismas palabras, que se vistieran todos como en espejo, en fin, resultaría un mundo más justo, no hay duda, nadie podría ser más que nadie. Pero sería horrible.

            Muchos piensan que ese mundo igual sería una forma de garantizar que no hubiera injusticia, que todos ganaran la misma suma de dinero, que, como todos vivirían bajo las mismas condicionantes económicas, sociales, cultuales, educativas, sanitarias, de seguridad, todos gozarían de los mismos beneficios y no habría diferencias ni clases sociales ni marginación ni explotación del hombre por el hombre. Quizá no habría enconos, lucha de intereses, competencias ni monopolios, no habría guerras. Pero, por mucho que esas personas han pensado en un mundo semejante, hasta hoy no han explicado cómo podría lograrse, cómo llevar ese conjunto de maravillas a la vida real de las personas.

Por cierto, entre quienes piensan en el igualitarismo como solución a los problemas humanos hubo quienes han concebido teorías políticas al respecto, ideas que fundamentan su posibilidad y estrategias para llevarlo a la práctica. Pero no lo han logrado hasta ahora, y lo que el hombre ha logrado al respecto ha sido por la vía de procurar la prosperidad, pero en este sentido: en vez de llevar la prosperidad, cuando la hay, al conjunto de las personas, procurar que las personas alcancen la prosperidad. En vez de buscar que todos sean iguales, lo que a hasta ahora parece imposible, buscar que las diferencias entre los humanos resulten la verdadera fuerza para obtener la prosperidad de todos.

Asegurar la igualdad ante la ley y el derecho, ante la educación, ante las instituciones públicas, el acceso a la salud y a la seguridad, en fin, la igualdad a la más amplia gama de valores culturales, es una pista lo suficientemente amplia como para que despeguen las más altas y generales aspiraciones. En el arte la igualdad no tiene más sentido que aquel por el cual pueda llegar a todos, todos puedan crearlo y tenerlo cerca y apreciarlo. En lo que tiene que ver con las políticas culturales que proveen los medios para que esa igualdad se cumpla, justamente, es en lo que por lo general fallan los criterios en que se inspiran.

Para advertir esta falla es preciso atender primero lo que suele ocurrir entre las colectividades desasistidas, al garete estético, al margen de la cultura de superación. A saber, que todos o casi todos tienen alguna idea de qué es el arte, que surge la disposición a cultivarlo, a crearlo o a recepcionar sus expresiones, pero sin que se cuente con la información, la preparación y la maduración suficiente. Así, algunos se forman de cualquier manera, sin educación al respecto; se vuelven aspirantes a artistas e incluso se creen artistas acabados (es la forma en que prospera la mediocridad). Esto es triste y puede evitarse por medio de la promoción de la cultura: no de una cultura ni de un puñado de culturas específicas, tendencias o prácticas, sino de la única cultura, es decir, de la que provee los medios para consagrarla como la más amplia y que tienda al mejoramiento del espíritu.

 

DE CÓMO ALGO ESCAPA POR LA TANGENTE

 

Se ha dicho, y con frecuencia se olvida, que “la vida es corta y el arte es largo”, lo que quiere decir, en pocas palabras, que nunca se termina de abarcar el conocimiento y la idoneidad en el amplio abanico de manifestaciones, tendencias, gustos, técnicas, variadas formas de cultivarse. Y, muy especialmente, que el arte necesita de específicas preparaciones para que su comprensión y su recepción resulten cabales y armónicas. No todo es fácil en este universo tan especial. Pero, entonces, ¿qué papel le cabe al igualitarismo en él?

¿Qué conviene hacer cuando se procura que todos se beneficien y se busca la forma de favorecer esta aspiración? Pues, así como se procede con la escuela y el liceo, se debe proceder con el arte, con la música, la pintura, etcétera. Se procede a enseñar su historia, su filosofía, sus técnicas, sus formas.

Las políticas culturales, como iniciativas políticas que son y como democráticas que son, llevan en su seno el propósito de satisfacer a las mayorías. Lo común, pues, es reparar en quienes abrazan el gusto por el arte de todos, o sea, el popular, el de la casa y el barrio, el elemental, el que se adquiere por ósmosis en los medios y en las redes sociales y, en fin, en todos los ámbitos y lugares donde se posa la vista, porque está en todos lados. Se oye o se sabe o se huele o se toca en cualquier parte y es aprovechado por la mercadotecnia para dirigirse al centro más sensible y a la vez más parecido de todos. Lo mejor para ellos es que todos sintamos, oigamos, veamos, gustemos y palpemos el mundo de manera parecida y, como en buena parte eso se cumple, el igualitarismo termina limitando a todos y a cada uno, encerrándolo en el goce de un arte burdo, interesado y aburguesado (lo que quiere decir, adecuado para facilitar que todo pueda venderse y comprarse).

Se pasa por alto, entonces, la enormidad del arte, su riqueza de formas y géneros, sus corrientes creativas más elaboradas. Se termina desdeñando la historia del arte, lo que ha sido sentido y hecho antes de nosotros, y el individuo queda al margen de lo mejor, de lo más aprovechable, de lo que podría constituir lo sustancial de su cultura. El arte supremo que se ha cultivado, la pintura y la escultura en sus colecciones de imágenes y museos, la música en sus partituras, interpretaciones y conciertos, la literatura en sus bibliotecas, el mejor cine, las ferias y librerías, en fin, el teatro, la danza, la cerámica. La política cultural termina, opuestamente a su inicial objetivo, encerrando más a quienes necesitan ampliar el panorama.

Es la política cultural la que puede abrirlo, pues el Estado tiene a su disposición el acceso a todas las manifestaciones del arte conocidas, folclóricas, nacionales, populares, clásicas, modernas, vanguardistas, primitivas, prehistóricas, históricas y contemporáneas. Puede ampliar el horizonte, para que la actividad de quienes tienen iniciativas artísticas, como se cumple en todos los pueblos, se encause y no se estanque o se pierda en sólo una serie de hechos repetidos, sin mejoramiento, de un orden prácticamente ritual. La política cultural debe estar concebida de manera de trascender el rito, porque de perpetuarlo ya se ocupan las comunidades sin que se les deba enseñar ni sugerir nada. El propio esparcimiento, el solaz, la dispersión, el carnaval, el regocijo general y el jolgorio son actividades que no necesitan más preparación que la que ellas mismas de sobra saben cómo proporcionárselas.

No quiere decir que esas iniciativas autónomas y libres no puedan ser asistidas, ayudadas por las políticas culturales, pues son desempeños de la cultura como cualquier otro desempeño, y poseen una riqueza única, entrañable, originaria, inimitable. Responden a la tradición y a las costumbres, y la tradición y las costumbres representan la mayor riqueza cultural de un pueblo. Forman parte de todas las demás formas de vida, de las comidas, las bebidas, los hábitos familiares y sociales, las fiestas, las celebraciones y la memoria de las desgracias. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que una cosa es arte y otra es tradición.

Todo esto merece la mayor atención de la política cultural, pero con ello no termina su misión y mucho menos sus mayores objetivos y aspiraciones. Porque, en tanto política, debe procurar siempre ir más allá, aumentar y no sólo mantener, mostrar lo desconocido además de favorecer la contemplación de lo conocido por todos. Debe prestarse a todos de modo que el cultivo del arte se complete con lo que es necesario poseer para tener acceso al arte mayor, precisamente, el arte que el individuo común no capta, no puede captar porque le falta educación, que es necesaria también para apreciar el arte, y sin que por eso deje de cultivar el que ya cultiva. Y, si el arte es largo, también lo es la educación, que no termina nunca de completarse por larga que resulte la vida.

¿Y quién puede llevar la educación en el arte a la gente? Ese arte que todos recibirían con regocijo si lo pudieran apreciar, si lo tuvieran a la mano y si contasen con la preparación adecuada para recibirlo, debe procurarse. Cabe la responsabilidad a quienes tienen a su cargo las políticas culturales de los Estados democráticos la obligación de realizar esa tarea, y con éxito. ¿Acaso la democracia no consiste en la forma de gobierno en la que prepondera la voluntad de las mayorías? ¿Por qué, entonces, prepondera hoy en los hogares, en las calles, en los salones, en casi todos los espectáculos populares de toda índole sólo una vertiente de la música, esa que, decíamos, es sólo salto, golpe, estruendo o chillido? Hay un exclusivismo en el arte público o popular o general.

 

DE LO QUE NO SE PUEDE CREER Y DE LO INNECESARIO

 

No es pensable que el pueblo todo, o casi todo, se haya aculturizado a sí mismo en música, que por su propia voluntad se haya puesto límites y por la sola fuerza de la costumbre. La historia de la música demuestra que los pueblos no se desmoronan en su sensibilidad, no se vuelven torpes en la música, sino, por el contrario, se perfeccionan en sus instrumentos, en la calidad del canto, en las formas musicales, en los textos de sus canciones que eventualmente pueden alcanzar valores destacadísimos. ¿Qué ha ocurrido, entonces? ¿Por qué sólo se oye una “música”, en todos los momentos y lugares, dentro y fuera de los hogares y de los comercios, en las fiestas, en las celebraciones, en el bus y en el avión, en el celular, en la propaganda? ¿Por qué el consabido pum pum del sonido con pretensión de ser música, tan basto, tan burdo, grosero, feamente simple? Y, todavía, cada vez más elemental y tosco.

Quienes enseguida exclaman “no me gusta” al oír una obra clásica, porque le es desconocida o no le han prestado la debida atención, ignoran que tras esas palabras y en el subsuelo histórico-social de ese sentir, subyacente cultural de la situación, se consuma otra exclamación, en esencia, “no me ha sido posible” o “no he tenido la oportunidad”, incluso “no sé qué limitación me ha vuelto imposible entender o gustar”. Sería muy extraño que un ser humano no gustara de Bach o de Mozart, de Albéniz o Puccini, de Fabini o Gershwin, si dispusiera de una formación estética medianamente aceptable. Así, lo que se atribuye al gusto, que pertenece a las preferencias individuales, en realidad debe atribuirse a la educación. De la misma manera, no nos aficionamos en masa a la matemática o a la física porque no la entendemos. Sin entender, descubrir y apreciar los secretos de un fenómeno, de una manifestación artística, no hay respuesta por parte del espíritu.

No está de más recordar que el arte, el saber, los sentimientos, también el amor, la facultad de elegir, de buscar e investigar, son los fundamentos de la cultura. Proteger nuestras preferencias, perpetuarnos en lo mismo en que somos o creemos ser, guiarnos sólo por el instinto, permanecer en lo que somos, sentimos y añoramos, son las fuerzas que mantienen pero no enriquecen la cultura. La cultura dignifica en lo más hondo de cada uno y en el conjunto de los seres humanos, pues constituye la dimensión en la que gobierna lo mundanal serenamente exaltado, lo perceptual gozosamente ennoblecido y lo soñado vuelto realidad hasta donde es posible.

¿Para qué escamotear sus infinitos eslabones y sus imprescindibles enlaces y articulaciones, y con qué motivos algunos se especializan en enflaquecerla, en debilitarla para volverla más accesible o para que resulte fácil beneficiarse con lo que no es más que su sombra? Cabe sólo a indolentes y a pusilánimes el desdeñar la cultura de superación, negociar con sólo alguno de sus más bellos aspectos y vulgarizarlos para explotar su poder de adhesión y contaminación.                      

En su mejor momento los uruguayos contaron con la posibilidad de apreciar en vivo, o por los medios de transmisión por entonces fono eléctricos, el abanico casi total del arte. No buscó el igualitarismo sino la posibilidad de igualdad en la recepción y la comprensión del arte. Se buscó la manera de que todos los gustos tuvieran la posibilidad de expresarse, hasta en el deporte. De modo que se facilitaron los teatros, y fueron aplicados a diferentes géneros, a la música popular, al carnaval, a la ópera, a los conciertos sinfónicos y de cámara. Para respetar los gustos, no se mezclaron las iniciativas y cada institución cultivó una especialidad diferente. Esa política cultural no despreció a nadie y, por el contrario, robusteció lo que se podría defnir como una especial dialéctica de la cultura.

            La educación primaria y media reflejó soberanamente este criterio incluyendo en sus programas títulos y temas de todas las especies. Se estudiaba música, dibujo, manualidades, danza, e incluso se organizaban visitas a los espectáculos dignos de atención por parte de los estudiantes. La Orquesta del Sodre y la Comedia Nacional recorrían el país buscando que todos pudieran gozar del arte, y del mejor. Ambas instituciones alcanzaron un nivel superior en sus ejecuciones y en sus actuaciones, y se calificaron muchos músicos y actores.

            En la década del treinta del siglo pasado el Estado uruguayo a través del Sodre inauguró una emisora radial que significó un paso fundamental en la difusión de la música. No sólo contó con una discoteca inigualada (en cuyo acervo colaboró Carlos Vaz Ferreira) sino que se ocupó de transmitir los conciertos en vivo en el Estudio Auditorio y en el Teatro Solís. A ello añadía la intervención de musicólogos famosos que explicaban las obras ante del concierto o de la audición. Y no se limitaba a la música, pues también se irradiaban programas de literatura y filosofía. Por su parte, emisoras radiales particulares transmitían el Carnaval desde los escenarios y tablados. Algunas transmitían cine en vivo, comedias desde los teatros y especialmente los radioteatros, muchas veces con obras basadas en famosas novelas o adaptaciones de teatro para la radio.

            Hoy se sostiene que no hay público capaz de condescedner con aquellos programas de digusión cultural; pero esta opinión desconoce que el público que una vez hubo no se formó de la nada, y que resultó de la misma campaña de difusión de las artes y el pensamiento.

            Se volvieron habituales las exposiciones en museos y salas que se convirtieron en lugares icónicos para el arte, galerías famosas, muestras retrospectivas de artistas consagrados, espectáculos vanguardistas relacionados con las artes plásticas y escénicas. La ópera y la danza tuvieron su momento, y se estrenaban obras de autores nacionales, con lo que surgieron destacados concertistas con reconocimiento internacional.

Hoy día también se realizan exposiciones y conciertos, pero el arte se expresa según los cánones de la mundialización indefectiblemente comerciales, siempre los mismos (el pum pum y el grito), de una estética de lo más pobre. Y los músicos, no todos pero al menos la mayoría, se atienen a ellos obedientemente puesto que necesitan audiencia inmediata. Así, los necesitados de música y los podcasts se benefician con las aplicaciones que se ocupan de agradar y cautivar mediante productos que no agregan nada a lo que ya posee el destinatario.

            Quizá respondiendo al ideal del igualitarismo estético, se supone que a todos les gusta todo. Y es cierto que hay personas que en cuestión de arte gusta de todo, pues cada uno tiene sus predilecciones y es conveniente respetar las diferencias. Así, a quien le gusta Schubert o Tchaikovsky y acude al concierto o al teatro a oír o a ver sus obras, ¿a qué zarandearle con un tango o con un rock, como suele hacerse? ¿Qué sentiríamos si nos ponen a bailar una sonata de Beethoven? ¿Apreciaríamos entonces el verdadero valor del tango o de la milonga o del vals?

El maravilloso proceso de conjunción de música popular y música clásica se gesta en la misma obra gracias al talento, al ingenio y al amor del compositor por su arte, el terruño y la tradición. Se puede poner como ejemplo a cientos de compositores de todas las nacionalidades y épocas que, sea desde lo popular a lo clásico o al revés, crearon obras distinguidísimas. Así, pues, para cada género es bueno que se reserve un teatro o una sala, para cada gusto un ámbito adecuado y especializado. Nadie es capaz de lograr que sea igualitario el gusto por una zamba o por una partita de Bach. Se trata de asuntos diferentes y lo mejor es que cada uno lo aprecie a su manera. Por otra parte, las salas se ajustan a determinadas características de la música, no a todas.

Es completamente ridículo, además, atribuir antigüedad o caducidad a una obra de arte. No hay arte con esas cualidades o en arte esas cualidades no existen. Este es quizá el efecto que produce el hábito de atribuir vanguardismo a ciertas canciones o pinturas u obras teatrales. Con lo que, así de mal entendido, el vanguardismo termina arrinconando al arte en la estantería de la historia. Ocurre frecuentemente que pase a la historia antes que las obras no consideradas de vanguardia.

Para concluir digamos que la repetición insistente de un bajo continuo que resulta de un golpe atronador en la percusión, bombo, tambor, batería, no es arte de por sí. La misma percusión, todo el arte instrumental respectivo no es golpe ni trueno ni ningún fragor enloquecedor. No tiene esa función cuando se trata de música, de la cual forma parte en todos los géneros y categorías, por lo que la repetición forma parte exclusiva de la creación musical. Si se escucha la Ofrenda musical de Juan Sebastián Bach se advertirá, especialmente en los compases del ricercare, cuál es la función del ritmo y de la repetición, el motivo que aparece y vuelve a aparecer lo largo de la obra. Es un recurso expresivo que caracteriza la imitación, uno de los más importantes fenómenos de todas las técnicas de la música occidental desde al menos el siglo XII hasta la actualidad.

 


EL ROMANTICISMO, Segunda parte

 A propósito del libro de Benet Casablancas “Paisajes del romanticismo musical” (*)

 LA IMPLOSIÓN ROMÁNTICA 

 

Este libro trata sobre una invención que ayuda a comprender el gran giro que experimenta la música al despuntar el Romanticismo. La explicación es clara, pero es difícil “oír” el fenómeno tal cual es descrito en este importante libro.

 

Se requiere algo más que las nociones de teoría musical con que suele contar el aficionado, por lo que es preciso “oír” los ejemplos leyendo la partitura, algo que el músico profesional logra espontáneamente. El autor se refiere a una innovación que se anuncia ya con Juan Sebastián Bach y Jorge Federico Haendel, pero que hay que esperar a José Haydn para que se consolide y convierta en práctica innovadora. Consiste en la “suspensión” del discurso musical que da paso a un vuelco para aquella época completamente inesperado. No se trata del cambio de una música por otra, sino de una modificación en el curso de la obra que rompe con la tradición.

La desviación, afirma Casablancas, “alude a todas aquellas prácticas que cancelan o transgreden el abanico de normas, modelos, convenciones vigentes en un determinado contexto lingüístico, histórico o estilístico. Del choque y contraste entre elección individual y las diferentes opciones prescritas por dicho trasfondo y por ello mismo previsibles surge la tensión expositiva y con ella la emoción estética.” (p. 25). “La desviación opera siempre dentro de un determinado marco de expectativas. Toda desviación comportará, por ello, un elemento inicial de sorpresa, derivado del modo como dichas expectativas son desmentidas por la continuación efectiva del discurso”, para cumplir, agrega Casablancas, con lo que el historiador del arte E. H. Gombrich enumeraba como el orden de “expectativa, sorpresa, satisfacción” (p. 26).

Fue el director de orquesta alemán Wilhelm Furtwängler quien dio el nombre de “estancamiento” a este fenómeno, término no del todo feliz al menos en español. Es una transgresión en el curso de la historia de la música occidental que dará lugar al desarrollo constelado de la música posterior, a la fantástica y desbordante imaginación del romanticismo. En esta especie de anomalía “es el concepto mismo de discurso el que se pone en entredicho, con la interrupción momentánea del sentido de direccionalidad expositiva y la cancelación transitoria de las expectativas previamente suscitadas” (p. 27), también entendida como “desviación sintáctica” (p. 37), que no hay que confundir con las “interpolaciones o paréntesis”, “episodios marginales” que producen “sorpresa o suspensión del tiempo” (p. 34 y n.1). Es y no es una interrupción, y, si lo es, lo es del momento y no de la obra, una desviación de la atención, pero no del contexto que singularmente se enriquece. Una desviación de la parte, pero no del todo.

Esencialmente, es un cambio en lo que se supone ‒o se suponía de acuerdo al canon preclásico‒ que viene a continuación. Una modificación notoria del curso musical en el que siempre hay algo que se espera y que, inusitadamente, cambia el sentido del continuo. Consiste en el mayor legado del clasicismo vienés, cuyos tempranos pioneros fueron los dos hijos más famosos de Juan Sebastián Bach. En algunos casos hasta se podrá encontrar que la continuidad podría retomarse una vez superada la suspensión. Por ejemplo, en el Finale presto del Cuarteto de cuerdas op. 50, núm. 3, en Mi bemol Mayor, de Haydn. Los primeros cuatro compases se suspenden al sobrevenir una variante que se extiende desde el 5 al 8, pero que, hipotéticamente, “la periodización podría regularizarse uniendo simplemente los compases 4 y 9” (p. 32).

En el Adagio cantábile de la Sinfonía núm. 92, en Sol Mayor “Oxford”, Haydn alcanza uno de sus grandes momentos, primero en los compases 45 y 46, luego en torno al compás 60 por un “cambio de registro expresivo en el que juegan un papel no menos determinante la introducción del modo menor y la napolitana” [un acorde de sexta]. Por otra parte, y dado que el fenómeno se produce en torno a un motivo temático muy simple, se comprueba “la capacidad de los grandes maestros de construir impresionantes edificios sinfónicos partiendo de los materiales más nimios e insignificantes” (p. 33). En Mozart y Beethoven esta destreza será desarrollada en términos jamás imaginados. Beethoven, por ejemplo, con el Rondó del Concierto para piano N.º 4, una clara muestra del fenómeno. Entra a jugar “un papel determinante en el efecto sumamente poético de dicha página la distancia abismal entre la melodía principal y el acompañamiento, así como la plétora de disonancias irregulares que jalonan sus apretados contrapuntos, que apuntan ya, en su desnuda y descarnada esencialidad, exenta de concesiones, el estilo del último período” (p. 88).

El estancamiento es adoptado en lo sucesivo y alcanza grados de gran expresividad en Schubert. La Sonata para piano en Si bemol Mayor (D. 960) brinda uno de los ejemplos más significativos. En medio del “complejo temático que abre la sonata” se produce un cambio de tonalidad, en el compás 20, a Sol b Mayor, “sostenida por un palpitante acompañamiento de semicorcheas”. Por el cambio de “dirección tonal […] el tema aparece transfigurado y bañado por un inaprensible lirismo”. “La sensación de estancamiento deriva aquí […] de un nuevo nivel armónico, percibido como raro, ajeno, distante (**). La repetición de la frase principal en la tonalidad de Sol bemol Mayor [expuesta en el compás 10, en el 20] adquiere así el carácter de un paréntesis o excursus al margen del eje central expositivo” (p. 218).  Se genera también “la sensación de estatismo y pasividad que preside desde el principio la exposición, frente al sentido productivo de la sonata clásica y en clara oposición a la esencial actividad que caracteriza al estilo sonata en Beethoven y en los restantes maestros clásicos” (p. 217). Se podría decir que de este modo se entra de lleno en el romanticismo.

 

CUANDO EL DETALLE ES LA TOTALIDAD

 

Afirma Casablancas que “La variedad de soluciones, la libertad, inventiva y sentido de la aventura que el autor despliega no parecen tener límite.” (3) “El estancamiento se erige así en uno de los mecanismos más poderosos para incrementar la tensión discursiva, viniendo a tensar, por así decir, el flujo expositivo de la frase, a modo de una macro síncopa interpuesta en su periodización, que el oyente percibe como una especie de obstáculo (literalmente, como si el flujo del discurso encallara) y que demandará de forma inexcusable el correspondiente proceso distensivo. Al mismo tiempo, con la demora de la resolución cadencial y subsiguiente extensión de la frase, el estancamiento constituye una de las técnicas más conspicuas de crecimiento formal, sumando a la vertiente tensional mencionada, extensiva también a los demás parámetros del discurso, y de un modo muy especial a los terrenos del ritmo y de la métrica, su directa responsabilidad constructiva y estructural, lo que redundará en una amplia variedad de efectos expresivos y estéticos.” (p. 29)

Del “estancamiento”, Casablancas conducirá al lector a “la plenitud romántica”, el mundo estético (el de la música, la pintura y la literatura) nunca exonerado de nuevos análisis, descubrimientos y correcta localización del encumbrado sitio que ocupa en la historia del pensamiento, las modalidades expresivas del sentimiento y las creencias. El criterio, y quizá la metodología, se inscribe a texto expreso en los de Erwin Panofsky, el autor de “Idea”, un estudio del arte fundado en el proceso histórico que lleva la expresión desde la mimesis a la no figuración y el abstracto, de la figura a la idea, o, para seguir a Ernst Cassirer, de lo sensible al símbolo. En música no se trata de imitación ni de imágenes sino de un proceso que lleva del discurso ininterrumpido, inacabado estructuralmente (porque la música empieza como servicio brindado a propósitos no fragmentarios ni autónomos), a la percepción caleidoscópica que la naturaleza y la vida dejan fluir en su continuidad y en su dependencia respecto del resto de los fenómenos físicos y biológicos.

La obra de arte puede fundir la percepción del mundo en un artificio trascendente. Por su intermedio se vuelve posible experimentar la percepción del mundo y la vida concentrados en el instante, como un todo, pues es capaz de disolver los efectos esclavizantes del tiempo. Esto es metafísico solo hasta cierto punto, porque también hay una física muy concreta en el sonido musical desde que puede provocar en el espíritu lo más variados efectos. Por su intermedio la percepción parece trascender y sublimarse hasta adquirir sentidos que están más allá del cuerpo. Su secreto radica en la fragmentación del discurso sonoro, en poder concentrar en una sola parte lo inconmensurable del todo, en aproximarnos a la pluralidad que solo un sentido sobrehumano podría alcanzar. Es el fenómeno de la “fragmentación”.

 

ESCENARIOS

 

El descubrimiento es atribuible al romanticismo, pero no porque su sello de distinción sea exclusivamente lo irracional, el estereotipo congelado de un proceso irredimible de liberación y ensoñación que reacciona y enfrenta el pasado de formalidad, equilibrio y razón suficiente, como bien puede creerse. La característica se debe a lo intrínsecamente humano y surge con la cultura en tanto mundo creado y recreado en un plano superior en el que se despliega la fantasía. Vale decir, que se explica mejor apelando a lo que se espera más que a lo que ya se posee y goza. En resumidas cuentas, se trata de lo que es capaz de convertir el espacio y el tiempo en una vivencia “ex rerum natura”, fuera de la razón y las convenciones.  Nosotros, hijos de la virtualidad y de la inteligencia artificial, primos de los robots, no deberíamos sorprendernos ni descalificar esta tendencia de los románticos.

En el libro de Casablancas hay un toque especial que suministra la apabullante erudición, pero acompañada de la sensibilidad que asoma en cada adjetivo, cada juicio de valor, una característica del artista (es un reconocido compositor) más que del analista y usuario de una musicología neutral, desnuda y solo descriptiva. La originalidad se fortalece en el doble sentido del minucioso explorador que busca su tesoro entre miles de compases y obras de cientos de autores y del asombro y la satisfacción de mostrar y demostrar su hallazgo para regocijo del lector.

¿En qué consiste el paso del clasicismo al romanticismo o, mejor dicho, la transición que modifica el curso histórico de la música? Es un asunto que se ha encarado desde muchos puntos de vista, técnico compositivo, histórico instrumental, vocal y estilístico, por el paulatino enriquecimiento de los géneros y formas musicales o por las diferentes funciones y aplicaciones sociales, religiosas, festivas militares o deportivas. No es frecuente que semejante proceso se vea comprometido en un solo fenómeno de carácter aleatorio, si se quiere, efectista y hasta se podría decir caprichoso y oportunista.

El mejor calificativo a aplicarle es “ensimismado”, relativo a lo que el autor estipula como tránsito “del sentido productivo clásico al ensimismamiento romántico”. Recuérdese el ensayo de Ortega y Gasset “Ensimismamiento y alteración” (“El hombre y la gente”), del cual surge un dato muy a propósito. Se trata de que el hombre, a semejanza del animal, puede llegar a vivir dependiendo del contorno, dejándose gobernar por él más que por sí mismo. Es la alteridad lo que llega a dominarlo, es decir, lo otro (en latín, alter”). Y que de allí viene por oposición la espléndida palabra (e idea) ensimismamiento. Lo que es natural en el hombre, dice Ortega, es dispersarse, y ha tardado miles y miles de años en educar un poco su capacidad de concentración. Así, pues, los románticos enseñaron a ensimismarse, cosa que hicieron sin descuidar la alteridad, el contorno físico y social, porque cultivaron la ciencia, la economía y la ética tanto como se ha hecho en las épocas de tendencias más opuestas.

El tránsito del estancamiento en música implica “el sentimiento de pérdida momentánea de la orientación y que acabará por poner en crisis el propio sentido de direccionalidad del discurso y con él la percepción de la forma como un todo orgánico y necesario, no reducible a una mera ilación de fragmentos. La suspensión del flujo temporal, ejemplo destacado de desviación, al cancelar las expectativas suscitadas y detenerse sobre el instante, hará que el discurso tienda cada vez más al registro ensimismado y cerrado sobre sí mismo, ahondando enormemente con ello la tensión expresiva. El discurso será proyectado así con frecuencia creciente a una dimensión estática y contemplativa, donde el carácter productivo y la concepción finalista del proceso dejan paso a la introversión y la quietud, categorías centrales estas últimas en el contexto de la nueva estética musical romántica.” (p. 13)

 

TÉCNICA Y SENTIMIENTO

 

En el plano sonoro está representado, entre otros elementos, por “el debilitamiento de la relación dominante/tónica, y la predilección por los enlaces de tercera que ofrecen nuevas vías a la ampliación de la tonalidad”. Se desarrolla notoriamente en los lenguajes armónicos desde Schubert hasta Wagner y otros músicos de su tiempo (en esto Casablancas cita el paralelismo que György Ligeti encuentra con la pintura de Turner). Adorno se ha manifestado respecto a cómo lo productivo renuncia a la “idea globalizadora” para encararse en la individualidad del instante, “camino a lo concreto”, un rasgo que, por ejemplo, en Beethoven se convierte en “fuerza retroactiva en el tiempo” (p. 135). Lo curioso, que forma parte del descubrimiento, es esta nueva forma de “elaborabilidad” musical que no nace de los fragmentos más logrados, válidos en sí mismos, sino de bagatelas, de detalles que pueden verse como los más “flojos”. De ellos Beethoven extrae lo necesario para construir un “organismo viviente extraordinariamente complejo”, como también es mecanismo ejemplar en Schubert.

Schubert es el músico que más atrae la atención de Casablancas. Tal vez porque en su sinfonismo tanto como en sus lieder y sonatas para piano se concentra el mayor ensimismamiento, un gran “volumen” de sentimiento en estado de concentración. No se trata de simple acumulación, de sensiblería que patentiza la melodía más rústica, y que en Schubert siempre es elaborada y se cristaliza en base a una rica armonía. La sencillez formal se acompaña de efectos especiales “que parecen exentos del correspondiente impulso de continuación”. En este sentido, y como señala el musicólogo Carl Dahlhaus, para Schubert “La impaciencia por alcanzar la meta final le resulta del todo extraña. Él debe ser escuchado entonces como un narrador en el que las divagaciones, episodios e interrupciones no vienen a estorbar o ralentizar la acción principal, sino que más bien representan ellos mismos la acción principal” (p. 144). Desfilan los ejemplos referidos a Schumann, Chopin, Wagner, Brahms, y a muchos otros, para llegar a Scriabin, Stravinski, Ives, Bartók y Schönberg, y también a Maeterlinck y Kandinsky, incurriendo en otros campos del arte. Pero no se incluye en los Paisajes solo esta, digamos, formalidad del estancamiento que en definitiva obra como el pivote que permite girar para que las puertas se abran a una nueva época.

 

EL BOSQUE ROMÁNTICO

 

El autor también hace una visita al más denso de los poblados del romanticismo, “más allá de estado primario de la mimesis, la intención meramente descriptiva o programática” (p. 369). Se trata de los “tópicos estilísticos” o lugares comunes, entrañables para la estética de este período en todas las ramas del arte. Un caudal que no siempre está al alcance de la comprensión actual, y que Casablancas remite al proceso descrito por Panofsky, como ya se indicó. “También será así en el caso de la música. Se opera en ella un proceso análogo al que se observa en relación con los temas, géneros y motivos de la tradición plástica occidental (pintura, escultura), también en las artes decorativas, que perviven más adelante en la literatura y el cine, siguiendo una línea de interpretación muy deudora de la desarrollada brillantemente por Erwin Panofsky en sus estudios iconológicos” (p. 371).

En medio de ese poblado, del cual rendirán sobrada cuenta los topoi, encontramos uno de los más encumbrados de sus símbolos: “el bosque romántico”. Como había anticipado el título del libro, se despliega un paisaje que reúne las figuras típicas, únicas y conmovedoras de un estado de ánimo hegemónico en el siglo XIX. Se define en su inclinación por la noche, el procurarse la quietud y el apartamiento y, con estas preferencias, fija para siempre su vocación por la soledad y el ensueño y el fervor por la contemplación y el éxtasis. El contorno inmejorable para esta disposición es el bosque. Es el “refugio espiritual” de los románticos con sus misterios, murmullos, corrientes de agua cristalina, canto de pájaros, vegetación frondosa, y mil sugerencias encantadas, espíritus elementales y criaturas fantásticas. Casablancas encuentra en el sonido de gran intensidad de las trompas una alusión a esta devoción por la naturaleza que, por ejemplo, se registra en la obertura de “El cazador furtivo” (Der Freischütz) de Carl Maria von Weber, o en la de “Undine” de E. T. A. Hoffmann (pp. 376-9).

Se da una sublimación del amor por la naturaleza que va más allá del período romántico por excelencia y que franquea los territorios del arte. Un apunte de Ernst Bloch ilustra con elocuencia este aspecto (en “Paradoja y Pastoral en Wagner”), especialmente en cuanto a una conexión entre Wagner y el poeta y dramaturgo Maeterlinck: “Aquí se imponen, ganando calor y tiempo, en definitiva, exactamente un sonido original abierto, una raíz sonora que impulsa por primera vez, o sea, sin contar para nada con Schopenhauer. De este modo se manifiesta ‒y justamente Mahler es aquí testigo y heredero‒ un grandioso esplendor en el sonido de la naturaleza, que responde al carácter anticipador, meramente singular, de algunos leitmotivs. Agua, fuego, aire y tierra, profundidad del río, tormenta, tempestad, abismo rocoso, altas montañas, noche, crepúsculo, amanecer, día luminoso, todo esto muestra ahora su rostro musical como rara vez con anterioridad, su rostro hecho de elementos sonoros, impulsado, dirigido…” (p. 387)

En este punto no sería inoportuno recordar una serie de reflexiones que Martin Heidegger llamó “caminos”. Aunque parecen iguales, estos caminos son diferentes. Tenía en mente los senderos medio ocultos por la maleza del bosque, que van a parar a no se sabe dónde, quizá a un lugar nunca hollado por el hombre. Solo son conocidos por guardabosques y leñadores, y por nadie más, y cualquiera puede perderse en ellos. Son los “caminos de bosque” o “caminos que se pierden en el bosque”, en alemán “Holzwege”. En una época en la que el romanticismo estaba agotado, el filósofo elige la metáfora sublimadora y mistificadora que patentiza la exploración en lo desconocido. No solo representa el misterio; también esconde la inteligencia de la naturaleza, aquello precisamente que hay que descubrir.

 

LO NUEVO QUE, SIN EMBARGO, AÑORA LO VIEJO

 

Los lenguajes románticos y sus últimos coletazos se agotan, y con ellos los estancamientos, las singularidades, los tópicos y los sonidos sobrenaturales que evocan dimensiones misteriosas e inaccesibles para los humanos de carne y hueso. Influidos por los pensadores alemanes y escritores franceses sobrevendrá una pléyade de compositores que modificarán las técnicas, trastocarán fuertemente la sensibilidad e incluso harán entrar en crisis la tonalidad. Debussy marcado por Balzac, Scriabin por los simbolistas, esotéricos y filósofos románticos, Schönberg por la teosofía y el misticismo de Swedenborg ‒y por Scriabin (p. 411).

Sin embargo, el romanticismo no ha muerto: “En la obra de Schönberg, musical y plástica, podemos reconocer muchos de los tópicos representativos del Romanticismo. Merecen ser recordadas en este sentido las misteriosas visiones nocturnas pintadas por el autor en 1911, en particular la titulada “Nachtstück” [tópico que aparece también en] la famosa passacaglia ‒“Nacht”‒ del “Pierrot lunaire…” Se producirá también el influjo de Balzac (a pesar del acendrado realismo) sobre Alban Berg (en éste gravita solemnemente el sentimiento de soledad) y sobre Anton Webern (en lo que concierne al carácter visionario atribuido a la naturaleza). Los temas esotéricos se registran también en pintores como Kandinsky y Mondrian, y en escritores como Stefan George, Yeats y Joyce.

En las nuevas corrientes, escribe Casablancas, no puede negarse la presencia entre telones del romanticismo. Por ejemplo, en el simbolismo de Stravinski, especialmente en la cantata “Zvezdoliki” (“Cara de estrella”), exuberante en misticismo y religión. El libro se cierra con la referencia de autores más cercanos en el tiempo, Alexander Zemlinsky, Franz Schreker, el norteamericano Charles Ives, en quien también el romanticismo está representado en su producción vocal, y Béla Bartók. Sin que se acabe la larga lista, se dejen analizar Szymanovski, Ravel, Janáček y otros, queriéndose prolongar una inabarcable visión que parece volver al principio, como si el libro respetara, musicalmente hablando, la forma sonata o estructura ABA propia de la tradición clásica. Porque no se disimula la intención de descubrir en la música contemporánea las huellas indelebles impresas por el romanticismo y que, pensamos nosotros, difícilmente pueda llegar a superarse de aquí en más.

 

(*) “Paisajes del Romanticismo musical. Soledad y desarraigo, noche y ensueño, quietud y éxtasis. Del estancamiento clásico a la plenitud romántica”, por Benet Casablancas, Barcelona, 2020, Galaxia Gutenberg, prólogo de Eugenio Trías, 634 páginas.

 

(**) En Schubert es frecuente esta clase de fenómenos. En la sonata para piano Nº 19 en do menor (D. 958) aparece algo sorprendente: un elaborado triste como podría haber compuesto Eduardo Fabini (quizá un ejemplo de estancamiento):


 BENET CASABLANCAS (nacido en Sabadell en 1956) es licenciado en filosofía y doctor en Musicología por la Universidad Autónoma de Barcelona, reconocido compositor con obras estrenadas en Viena, Londres, Nueva York, Bruselas y Tokio. Ha ejercido como profesor en la Universidad Pompeu Fabra, como director pedagógico de la Joven Orquesta Nacional de Catalunya y como director académico del Conservatorio del Liceu. Ha recibido numerosos premios y su gravitación como investigador se inicia con “El Humor en la Música”, libro de 2014 también publicado entre las sólidas y elegantes ediciones de Galaxia Gutenberg. Es autor de cuartetos de cuerdas, numerosas piezas de cámara para diferentes instrumentos, así como obras orquestales y corales. En 2019 fue estrenada en Barcelona su ópera “L’enigma di Lea”.

 

 

EL ROMANTICISMO, Primera parte

El significado histórico del Romanticismo es un tema que aun hoy tratan de clarificar variedad de nuevos estudios que aportan aspectos inusitados, especialmente en el campo del arte.

 

A fines del siglo XVIII se declaraba cierta desobediencia respecto a la tradición, entre las vanguardias del arte y la literatura. Se deseaba y buscaba un cambio en dirección a algo más mental y abstracto, menos pensado y racionalizado en referencia al saber y a la creatividad. Se agotaba el cultivo de un arte cortesano, deshidratado y estirado, incondicional respecto a un puñado de reglas inamovibles. Los intereses, por no cuajar en la vida material y cotidiana de la que otros eran dueños, ganaba en los espíritus el ensueño y la fantasía mediante cierto apartamiento, no de la realidad material y social, sino de las formas rituales de consolidarse y manifestarse. Se produce un estallido de sentimientos y valores que gana a Europa en las primeras décadas del siglo XIX, el siglo del Romanticismo con mayúscula.

No se inicia sin rumbo ni metas sino como un laboratorio de pensamiento, tierra de cultivo de sentimientos desde entonces inigualados por sus valores éticos y estéticos, y que perduran. El romanticismo anida en el corazón de las generaciones de todas las épocas posteriores por la exaltación de ideales edificantes, fantasías seductoras e ilusiones esperanzadas en un mundo de pura subjetividad y ensimismamiento. También por el cultivo del conocimiento objetivo que estableció las bases de la ciencia y la técnica del siglo XX. Así, pues, no es, como puede pensarse ligeramente, solo la relación de los enamorados, de los espíritus solitarios, retraídos y meditativos ni solo la actitud misantrópica e idealista.

 

LO MÁS CONOCIDO DEL ROMANTICISMO

 

No solo los enamorados están en condiciones de entender lo romántico, sus mayores secretos y su enorme influencia en todos los renglones de la cultura occidental. Basta con comparar la literatura romántica, por ejemplo, con la inmediatamente posterior para que todos lo comprendan. Son indiscutiblemente diferentes, desde que para la mentalidad de la época que sobreviene encaja mejor el realismo crudo de carácter removedor (Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Zola) y ya no las cosmovisiones conmovedoras de los románticos (Lamartine, Scott, Byron, Pushkin). Por lo que el Romanticismo no vale por el sentimentalismo trivial, y no es necesario ser ingenuo, estar enamorado o aficionarse con proyectos difíciles o imposibles para captar sus grandes postulados. Alcanza con mencionar dos de sus aspiraciones para empezar a entenderlo: el amor a la naturaleza y la reivindicación social de la mujer, hasta entonces personaje secundario e incluso ultrajado, como muestra el “Fausto de Goethe en la figura de Margarita (Cortés Gabaudan).

Pero valorar el romanticismo no significa suscribirlo, optar por su modo de sentir y ni siquiera intentar la recreación de su arte, lo que no sería posible ni deseable. Es una modalidad de la expresión de características inigualadas, hinchada de humanidad y civismo y que se desprende y contagia con facilidad, algo sombría en algunos aspectos. Interesarse por sus luces más que por sus sombras puede enriquecer la sensibilidad actual francamente disminuida, indudablemente más pobre en imaginación. Es la que a veces ilumina los sentimientos estéticos de todas las épocas debido a una nervadura emocional y sensible que se distingue con el término “sentimentalismo”, en el significado históricamente correcto.

La fuerza que concentra cada conciencia se relaciona con los sentimientos más que con la racionalidad, pero no con la sensiblería ni con la afectación. Como sentir generalizado a casi todos los planos de la sensibilidad, el arte y el pensamiento, es el impulso que se trasmite a la historia de la cultura y llega hasta las formas de la convivencia y las costumbres. Una cultura del espíritu tanto como una estética, y también el modo en que se dispone la vida cotidiana, la convivencia y los sentimientos delicados. Podría decirse que la negativa a aceptar los severos dictámenes de la racionalidad y el juicio sobre lo espiritual, sometido a las rigideces de la objetividad, es lo que concentra lo principal de sus fundamentos filosóficos.

Y es también una modalidad de vida que arraiga, quiere diseminarse y confundirse con la naturaleza mediante una nueva clase de contemplación del mundo y de los seres. No separa lo interno y lo externo, como se separa hoy, después de que los realismos y materialismos, la ciencia y la técnica marcaran las distancias enormes entre las capacidades humanas originales y las que desarrolla la inteligencia aplicada. El Romanticismo, como los realismos y nacionalismos folklóricos y políticos que le siguieron, no niega la realidad tal como la captan los sentidos y el sentido común. Pero se afirma en el movimiento inverso, mediante la impregnación del mundo externo con las impresiones del interno, algo que más tarde daría lugar a una especial apertura en el arte llamada “Impresionismo”.

 

LO MENOS CONOCIDO

 

El romántico contempla la realidad como se ha contemplado siempre, pero atreviéndose e intercambiar con ella lo que ha pasado por el tamiz de su mente y su espíritu. Se atreve quizá por primera vez en la historia a definirla no solo por argumentos sino también por sentimientos y presentimientos y por entusiasmos y pasiones. La intensidad de este desafío puede compararse con la que impulsa la cultura global y la mundialización de hoy, gobernada por una única fuerza y exclusiva forma de demostrar su poder de convicción y asimilación. Un poderoso haz de relaciones entre los humanos, y entre los humanos y la naturaleza, que se adscribe especialmente a lo contemplativo y brega por captar el mundo invisible, inapresable y transcendente respecto a toda percepción corporal.

            No es solo fantasía, anhelo de un “más allá”, contacto con lo desconocido por el arte. Si el arte es el reflejo del drama humano, de la lucha por superar la miseria, la injusticia, la indiferencia y el egoísmo, entonces encierra una esperanza confiable a partir de la sola subjetividad. Y, si un hecho tan real como la Revolución Francesa concentra la mayor inspiración y el despliegue de sus principios no perecederos, también debe considerarse como una de sus consecuencias. Porque, en tanto desenlace del célebre fervor político y revolucionario, tiene tras de sí el antecedente del despertar romántico, es decir, un orden causal parejo al secuencial.

Allí estaban los promotores de la primera crítica a la Ilustración y el neoclasicismo, la defensa de “lo formal, noble, simétrico, proporcional y juicioso”. No cabe duda de que el mismo Kant se incluye entre ellos, así como Vico y Hume, y por sus ideas políticas, filosóficas o científicas Locke, Hegel o Humboldt. Pero los principales son Rousseau (un fundador), Montesquieu, Chateaubriand, Hamann, especialmente Winckelmann que distinguió entre perfección y belleza e inició la valoración del arte griego clásico, Lessing y Herder, el Goethe del del empujón inicial, aunque no se considerase romántico, y el teólogo Schleiermacher que funda su ciencia en principios románticos.

Entre los inclasificables Schopenhauer y Nietzsche están los románticos Schelling, filósofo del arte; Schlegel, que concibe la “poesía progresiva”; Schiller, para quien hay una “fuerza intermedia” entre el espíritu y la materia (Safranski, 93); Goethe que con Schiller impulsa el movimiento Sturm und Drang, “Tormenta y Empuje”, vuelco respecto a la Ilustración en el que el autor de “Fausto descarga toda su pujanza juvenil (Cortés Gabaudan); Cousin, jefe del eclecticismo francés; los historiadores Michelet y Quinet; Lamennais, católico apóstata amigo de George Sand y precursor del laicismo; Balmes, preclaro metafísico español cercano al siglo XX; y escritores y filólogos como Bello, Heine, Renan, Rosmini, Manzoni, Hugo, Blake, Shelley, Wilde, Scott y otros.

            El trasiego desde el sentir de los sentidos al sentir de lo sublime (sublimis = muy alto, cualquiera sea el sentido que quiera darse), es invención de los románticos, y ya se anunciaba en Mozart, sin que el autor de “Don Giovanni” tuviera plena conciencia de lo que se convertirá en símbolo (por el revelamiento de “las fuerzas ocultas, el inconsciente, la importancia de lo inexpresable y la necesidad de anticiparlo y de tenerlo en cuenta” (Berlin, 166). Se rompen los moldes clásicos también en Francia con el drama “Hernani” de Victor Hugo, en el que un bandido seduce a Doña Sol, cortejada por un duque y el rey Carlos I de España.

Los románticos responden al llamado de esas “fuerzas ocultas”, del “inconsciente”, de lo “inexpresable y la necesidad de anticiparlo y de tenerlo en cuenta”, que según ellos toman la misma o parecida dirección. En la política, la historia, el derecho y hasta en la economía buscan esos ancestrales e invisibles antecedentes en los que es posible encontrar el remedio para todos los males. El gran edificio con bases en la razón es una quimera: “Toda presunción de que existen leyes objetivas es, simplemente, una fantasía, una invención humana, un intento por parte de los hombres de justificar sus conductas; en especial, sus conductas vergonzosas, al hacer intervenir, o al depositar toda responsabilidad en los hombros de leyes externas imaginarias” (Berlin, 169).

“La vieja pugna entre el idealismo y el realismo se decanta por fin a favor del subjetivismo artístico. Frente a las rígidas reglas de las academias oficiales, los pintores ‒estén aún inmersos en el Neoclasicismo, como Ingres, o se denominen románticos o realistas‒ conceden gran importancia a ser únicamente tributarios de su genio y de la naturaleza. Después de imponerse definitivamente la pintura al aire libre, esa reivindicación pudo llevarse a cabo con la mayor pureza en la pintura paisajística: es el caso de Friedrich y Koch en Alemania, de Rousseau y Corot en Francia, de Constable, Bonington y Turner en Inglaterra, de Church y Cole en Estados Unidos, de Goya en España, de Aivazovski en Rusia. El descubrimiento de la luz natural, que culminará finalmente en el Impresionismo, producirá un cambo fundamental en el cromatismo: esta será la innovación decisiva de la pintura de esta época” (Eschenburg, 407).

 

QUIENES FUERON LOS ROMÁNTICOS

 

La mayoría de escritores, artistas, arquitectos y pensadores, a partir del último cuarto del siglo XVIII, debieron apartarse del camino de vida que estaba fijado para ellos. En Alemania, por ejemplo, eran “en su mayoría hijos de pastores protestantes, de funcionarios públicos y de otros profesionales semejantes […] fueron educados para lograr ciertas ambiciones intelectuales y emocionales”. Pero, como no tenían acceso a los puestos, siempre en manos de la aristocracia, esas ambiciones “no pudieron concretarse completamente”, por lo que “se frustraron y comenzaron a alimentar fantasías de todo tipo […] aunque hubo hijos de familias nobles, en Francia Vigny, en Inglaterra Byron, en Alemania Novalis” (Berlin, 63 y 175). Aunque la raigambre social fuese en general humilde, la cultural fue de una potencia imperial y plena de innovaciones. Su sensibilidad nace en la nuda y solitaria autoconciencia, en la reinterpretación de la antigüedad y en la modificación de las técnicas en todos los campos de la creatividad. Ricos o pobres, nobles o plebeyos, los románticos estuvieron solos en sus ideas y sentimientos, desamparados y carentes de apoyo para lo que traían como plan para renovar radicalmente gustos y costumbres.

El plan contenía tanta inspiración como contienen las mayores expresiones de la cultura de las mejores épocas. Es algo que se origina en la voluntad y el talento y que es capaz de dar una respuesta al agotamiento de las formas de la cultura clásica y a la tradición que se entumece en los círculos académicos. Se fue modificando, transformando y desarrollando una nueva sensibilidad desinhibida que se aventuró en el océano inabarcable de la “condición humana”, en el absurdo y los límites (Camus) o en el ser libre (Arendt). No cabe duda de que ese plan arrastra cierta cuota de paroxismo, por la exacerbación, la exaltación de submundos, patéticos y aterradores. Dio rienda suelta a fantasmagorías, leyendas grotescas, duendes ensimismados y mensajes de ultratumba a menudo insustanciales. Pero fue el arrebato de la imaginación, no de propósitos espurios, inmorales.

Los románticos privilegiaron lo blanco de una magia bien iluminada éticamente, aun en el terror (Poe), en la búsqueda errática de la verdad (Goethe), en la melancolía (Leopardi), los juegos del amor (Heine), la rebeldía (Byron), lo vicisitudinario (Chateaubriand), la conmiseración (Victor Hugo). Se propusieron dar con una nueva forma de belleza, inspirada en la griega, por la que se puede exaltar el bien y descubrir el mal. Para el romántico la verdad está dentro y no fuera. Estas dimensiones se oponen como la verdad y la mentira, la confusión entre una simple bacía de barbero y el yelmo de Mambrino (Girard, 17). No porque negara la realidad del mundo y la naturaleza en su organización física y biológica, ni la realidad social a la que pertenecía, que acepta, sino porque niega al intelecto el poder de captar la belleza. “La belleza esconde su ley en una manifestación sensible […] Lo bello se nos presenta como una ‘mera apariencia’, es decir, como una pura manifestación” (Guerrero, 52).

Los románticos fueron amantes de la ciencia y se comprometieron con la política de su tiempo. Goethe fue autor de tratados científicos, Novalis mezcló misticismo y ciencia; Schiller fue médico y filósofo; Chamisso explorador y naturalista; Heine tuvo que exiliarse por sus críticas al gobierno alemán; Victor Hugo político y legislador, defendió los derechos de la mujer; Lamartine, diputado, abogó por la abolición de la esclavitud, la pena de muerte y la libertad de prensa; Espronceda bregó por el liberalismo y la libertad y se unió a la revuelta de París de 1830; Delacroix fue un meticuloso anatomista y un hombre comprometido con la Revolución Francesa; Géricault pintó temas de la vida corriente que enalteció hasta convertirlos en hechos heroicos; Leopardi escribió una historia de la astronomía y reflexionó sobre la moral; Manzoni, el autor de la famosa novela “Los novios”, militó por la unificación de Italia; y se podría seguir.

 

LO INESPERADO EN MEDIO DE LA MARCHA

 

El objetivo era modificar el curso básico del acontecimiento tal como era reconocido, elegido, ejecutado y desarrollado de acuerdo al paradigma de uso. En música ha sido definido como “la lesa intromisión de la voluntad del compositor en el transcurrir del discurso, cuya evolución natural se ve así truncada” (Casablancas, 28). Los románticos cambian el modo en que se desenvuelve el itinerario de la creación, ya en uso, pero nunca puesto como principal instrumento creativo. Aquello cuya omisión constituía falta, leyes, formas, reglas y principios estandarizados que hasta se podían pronosticar, es inesperadamente metamorfoseado. El carácter revolucionario del arte y el pensamiento romántico se caracteriza por el cambio en el curso del acontecimiento, la interrupción de lo esperado por lo inesperado a veces asociada a la disonancia (Casablancas, 26).

            Hacia fines del siglo XVIII era impensable quebrantar las bases que regían la composición en el arte y el pensamiento. En todos los planos, político, filosófico, ético o estético, social o económico, las formas de expresión de la cultura eran previsibles y se atenían a un modelo llamado “clasicismo”. Está ligado a la monarquía, el confesionalismo, el conservadurismo, concepciones que Ilustración mediante serán paulatinamente sustituidas por el liberalismo, el republicanismo, el reformismo. En el arte se trata del conjunto de concepciones y consecuentes expresiones consolidadas por el culto de la antigüedad, el racionalismo y la influencia particular de algunos grandes maestros que se prolonga más allá de su tiempo. Paulatinamente se va generando un cambio que, aunque siempre ocurre algo parecido al sobrevenir una nueva corriente en el arte, en este caso se identifica primordialmente con un cambio en el flujo del continuo, con lo que en música suele denominarse “estancamiento” (Casablancas, 27). Estudiaremos este fenómeno en un próximo artículo y a propósito del autor anteriormente citado.

 

UN ANTES Y UN DESPUÉS

 

Leer las partituras musicales permite entender cabalmente los cambios de expectativa a los que se volverán adictos los románticos, así como al fenómeno del “estancamiento”. Por ejemplo, la partitura de la sonata para violín y piano de Beethoven llamada “Pastoral” (Nº 15 en Re M, op. 28) revela la geometría de la escritura en correlación con la de la audición (compás 108 y siguientes del Rondó), fenómeno también notorio en el Allegretto de la sonata para piano “Tempestad” (Nº 17 en Re m, op. 31, nᵒ 2) o en el Allegro de la sonata para violín y piano “Primavera” (Nº 5 en Fa M, op. 24). La figura imita el entramado sonoro e, inversamente, el sonido imita la figura gráfica, con lo que se establece una impresión que acusa la diferencia respecto a la música anterior. Se revela el estallido de corcheas y semicorcheas, ya no en la suave disposición ondulada a que acostumbraba el barroco, sino en la de quiebres bruscos y saltos sorpresivos de escalas graves a agudas y de pianos a fortes.

Se rompen las expectativas que enlazaban el acontecer melódico y balanceaban las tensiones de la armonía. No estaba del todo aprovechada la inagotable variedad que es posible exhumar de escalas, acordes y contrapuntos. Por cierto, Bach la había desplegado en su mente y aplicado de mil maneras en diversidad de formas y géneros. Pero, porque era Bach, las contuvo, domesticó, imprimió un orden matemático y tradujo a una lógica increíblemente sencilla, infinita en las posibilidades que sugería, y sublime. Mozart y Beethoven aprendieron de ello y no se contuvieron, yendo más allá de Haydn, que parece ser el primero que rompió los esquemas. Dejaron que el sonido terminara con la sumisión a todo orden prestablecido. Mostraron lo que hasta entonces estaba velado por cierta tradición de pompa y artesanía cortesanas.

Se empieza a concebir la música como algo opuesto a lo que era normativa de la estética clásica (en los tratados de Jean-Philippe Rameau, por ejemplo). Aunque en el siglo XVIII algunos músicos rompían tempranamente algunos esquemas (Johann Stamitz, Carl P. Emanuel Bach). Si la sensibilidad era objeto de modificación por una vía física natural, como el sonido, ahora es la sensibilidad la que toma la iniciativa y exige al sonido, lo modifica y trastoca. Así fue concebido por Jean-Jacques Rousseau y llevado a la práctica por Christoph W. Gluck (Cranston, 17). Lo emocional, desde entonces, se arroga el derecho de influir sobre los estados psíquicos complejos. El proceso se da al revés: la composición se libera de los rigores técnicos, de timbres y armonías, y hasta aparecen nuevos mecanismos en los instrumentos, válvulas en flautas y oboes, nuevos torneados, el sistema de martillos del pianoforte o los divisi en la orquesta.

La mayoría de los grandes cambios estéticos, es verdad, han resultado de la reacción frente a la sensibilidad anterior. La de los románticos no reacciona solo respecto a ella, Haydn principalmente, ni solo respecto a la música galante. Mozart o Beethoven, Schubert o Liszt, Mendelssohn o Schumann, Berlioz o Bellini recogen uno del otro aquello que les permitirá encontrar un camino propio. Y entre lo más sorprendente de los románticos, precisamente, está el hecho por el que, sin dejar de pertenecer a un mismo universo, cada uno crea un estilo característico, de propiedades intrínsecas absolutamente reconocibles y originales. Incluso, abriéndose a los gustos y tradiciones locales e incluyéndolas en sus elaboraciones, tendencia que significará un paso hacia los nacionalismos musicales con Federico Chopin y su culminación, pasado el medio siglo, con la obra del “Grupo de los Cinco” (Balákirev, Cui, Musórgski, Rimski-Kórsakov y Borodin).

 

EL ARTE DE AYER Y DE HOY

 

Bien podría considerarse que reaccionan contra ellos mismos. Asimilan el acervo de la polifonía germana, del arte vocal y del teclado italianos, la festividad sonora de los franceses, pero solo para enriquecer el acervo y no para imitar. Llevan la música a un nivel de importancia que iguala al de la palabra, desde que para el siglo anterior era un arte secundario. Crean nuevas formas musicales (como el poema sinfónico), desarrollan una verdadera ciencia de la orquestación y modifican enteramente la suite y la partita barrocas, agregan un movimiento a la sonata, Implantan las microformas instrumentales y el concierto con acompañamiento de orquesta, en el que se luce el instrumento solista. Estuvo en los orígenes de estas transformaciones la música “de la sensibilidad” y el estilo galante, predecesor del “neoclasicismo” o “clasicismo vienés”, progenitor a su vez de lo que entiende como corazón del romanticismo musical.

Artistas, escritores y pensadores se rebelaron contra la realidad cruda mediante la sublimación por el arte, lo que a nadie puede sorprender hoy en día cuando nos reblamos ante la realidad desplazándola o modificándola. Ellos habían encontrado el “sendero del bosque” que se pierde en la sombra, su más preciado símbolo; hoy es frecuente perderse en el sendero que encuentra luces por todos lados y que no tarda en encandilar. Pero, se trata de los mismos anhelos y ambiciones que las épocas han querido perpetuar desde siempre y en las que en pie de igualdad han sido responsables de imprimir en el alma el designio desolado y triste, incambiable, del saber más esclarecido que baila en torno a la razón, con sorna y desplante. La cultura se siente como lo más importante, sobre todo en la pionera Alemania, y ocupa el lugar que en Francia o Inglaterra ocupan la civilización, el progreso, la prosperidad. No la felicidad, como en la Europa latina, sino la plenitud en la obediencia y en la aplicación a las obligaciones primarias (conferencia de Rosa Sala Rose).

La tristeza romántica, su impavidez, no son ajenas a nuestra época. La actual no es tan imaginativa como aquélla, no es puramente mental. Pero hoy se cuenta con la irradiación proteica de los cambios tecnológicos, que en forma virtual materializan la imaginación, volviéndola palpable. Los románticos volvieron a la primitiva relación entre lo humano y lo divino simbolizándola en su confrontación con los dioses a través de un héroe cerebral, el genio. No olvidaron a su ancestro ni abandonaron sus predilecciones, inclinaciones y secretas inspiraciones influidas por los místicos medievales. Se auto suministraron lecturas amontonadas, visiones multifacéticas de pintores inflamados por impresiones fantásticas o de otro mundo, alterados tanto como ensimismados. Padecieron la melancolía que produce el vivir atento a los dramas, a las teatralizaciones y pantomimas de la desgracia tanto como a las de la falsa felicidad. Y reservaron el uso de la metáfora como instrumento que alude a la realidad inocultable, a la denuncia tanto como a la sublimación.

El cuadro no es ajeno a nuestra época. El romanticismo decimonónico agranda y concentra; la posteridad vigésimo secular achica y estira. Las dos direcciones principales de los ideales toman por senderos diferentes. Si de acuerdo a los primeros la sensibilidad se vuelve sobre sí misma, internaliza e implosiona en la subjetividad, en el ámbito de sus posibilidades autónomas de expansión y desarrollo, de acuerdo a los segundos la sensibilidad sale de sus círculos subjetivos, se externaliza y explaya en la realidad descarnada. El arte achica y estira hoy las tramas tejidas por el Romanticismo, pero el hilo es el mismo. No es creíble la razón desnuda, desde la Ilustración, no se busca liberarla por la fe ni ha surgido una fuerza más poderosa. Desde fines del siglo XVIII existe la intención, solapada o no, de reformar o modificar la materia prima, pero no de cambiarla por otra. Las coordenadas son las de siempre, con el gran muro positivista que produjo el evolucionismo, el materialismo y la economía de mercado. Hoy se comprueba una vuelta a aquellas coordenadas, una vez sufrido el desastre de las guerras, los enfrentamientos ideológicos y el horror de las migraciones. Se ha comprobado que no hay una nueva senda trazada ni el despertar en un mundo diferente.

 



REFERENCIAS:

BERLIN, Isaiah (2000). “Las raíces del romanticismo”, Madrid, Taurus.
CASABLANCAS, Benet (2020). “Paisajes del Romanticismo musical”, Barcelona, Galaxia Gutenberg.
CORTÉS GABAUDAN, Helena (2020). “Fausto o la insatisfacción del hombre moderno”, Madrid, conf. Fundación Juan March (Web).
CRANSTON, Maurice (1997). “El romanticismo”, Barcelona, Grijalbo Mondadori.
ESCHENBURG, Barbara & GÜSSOW, Ingeborg (2002). “Los maestros de la pintura occidental”, Eslovenia, Taschen.
GIRARD, René (1963). “Mentira romántica y verdad novelesca”, Caracas, Universidad Central de Venezuela.
GUERRERO, Luis Juan (1954). “Qué es la belleza”, Buenos Aires, Editorial Columba.
SAFRANSKI, Rüdiger (2013). “Schiller o la invención del idealismo alemán”, Buenos Aires, Tusquets.
SALA ROSE, Rosa (2014). “Thomas Mann, la vida sobre la barrera”, Madrid, conferencia Fundación Juan March (Web).
WINCKELMANN, Johann (1958). Lo bello en el arte, Buenos Aires, Nueva Visión.

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