Se vive la propagación de un sonido llamado música que es compuesto sólo por uno de sus tradicionales ingredientes, lo que podría llamarse ritmo. Sin embargo, es un fuerte toque de percusión estruendosa y a intervalos que acompasa todo el largo de las llamadas canciones. No es música, no es ritmo y no es canción.
En el Uruguay de nuestra época, y en otros países del
mundo, el arte sufre un efecto de menoscabo, incluso de impedimento, y se
comprueba especialmente en el campo de la música. Nos referimos a lo que representa
un importante influjo sobre la vida corriente de las personas, en su dimensión
de esparcimiento, cultura, despojamiento de obligaciones, evasión de la vida
diaria y mitificación de situaciones psicológicas: escape de la opresión, lo abrumante
y asfixiante. Nos referimos a la hegemonía del ritmo.
Se trata de lo que, en la composición, se
privilegia en sus constituyentes en nombre de uno sólo de ellos, el ritmo (pero
es posible que esta palabra no aluda exactamente a lo que deseamos referir ―cadencia
fragorosa, descarga como nota pedal o bordón que machaca el oído a intervalos
regulares, y al cual se acoplan gritos en monodias chirriantes sin melodía). Es
uno de los varios componentes de las obras musicales, pero solo uno, que no
suele ir aislado en su desnudez, divorciado del resto de ingredientres que integran
este arte. Frecuentemente, empero, ocurre que hoy se desempeñe aislado y constituya
por sí solo la mal llamada “música”. No deja de ser curioso que una pieza
musical se realice en base a uno solo de
sus elementos fundamentales, aunque muchas buenas obras podrían ser consideradas
como especialmente rítmicas, cadenciosas, acompasadas.
Se da un desplazamiento importante o suficiente
para que la pieza se convierta en un inmenso metrónomo, en un sonido machacón, abrumador
y ensordecedor, al que le falta lo sustancial. Solo un marcapasos universal, el
golpe, la repetición descontrolada, lo que ya no es ritmo porque carece de un
marco tonal y solo cuenta con uno que, por ser único, no se distingue. El
sonido automático, para entonces, es llamado música, pero está claro que no lo
es.
La música contiene compás, ritmo,
repetición, imitación, pero también melodía, armonía, contrapunto, tonalidad, timbre,
fortes y pianos, silencios, instrumentación, composición, interpretación. Tiene,
además, si es música, inspiración, invención, variaciones, imaginación. No es sólo
repique, sonido desnudo, el pum pum de una máquina; no se recibe como un gong
indefectible ni como la campana que anuncia la hora, vibrando divorciada de
todo propósito estético. Además, se compone de canto, no de gritos estridentes,
descontrolados, carentes de afinación, timbre, control de emisión de la voz.
DE LO QUE PODRÍA
TRATARSE
En el caso exclusivo al que nos referimos, convocado con
urgencia en lo que representa de por sí, en su enorme capacidad de repetición,
duplicación, insistencia, redundancia, pertinacia, se trata del ritmo llevado a
su mínima expresión (en cuanto música) y a la vez a su máxima expresión (en
cuanto estruendo), el elemento acústico que quiere apropiarse del auditorio a
la fuerza, violentamente en muchos casos, algo que favorece la condición
instintiva de los humanos a recrearse en una manifestación con danza ritual
inspirada en mitos primitivos cualesquiera.
En su más simplificada descripción nos
referimos el acento, la cadencia que se espera en todo desarrollo sonoro,
como “movimiento en el tiempo”, pulso, flujo, metro, compás, tempo. Todo lo
cual nos remite a uno de los varios componentes de la música, la cual no se
limita al efecto sonoro solamente, al mero ruido que se reitera hasta emborrachar
los sentidos por su reireración enajenada y por el volumen ensordecedor. Para
que obtenga su lugar en la música debe contar con una estructura compositiva,
de la cual es sólo un componente.
Ritmo o movimiento en el tiempo, que
puede ser sugerido por el movimiento del cuerpo, es el de la naturaleza, el de
las relaciones del cuerpo con el entorno, y que por alguna necesidad devenida
de la duración (y surgida por la impaciencia o la espera o la pasividad o lo inevitable
de lo que siempre es subsiguiente) se repite en forma idéntica, maquinal, automática,
intuitiva o instintiva. Como uno de los ingredientes fundamentales de la
música, melodía, armonía, contrapunto, tono, timbre, volumen, modo, el ritmo
que necesitamos encontrar en el desarrollo diacrónico de la melodía es el eslabón,
el reconocimiento de una dimensión protocolar, dinámica, dialéctica de la estética
musical, que nunca se desprende de su estructura ni nunca queda sola.
DE LO QUE SOBRA Y
DE LO QUE FALTA
Hoy la música desempeña, en general, un costado festivo del
espíritu, sólo jarana, celebración de la nada, alegría por la alegría y
borrachera por la borrachera. Borges, increpando a Carlos Gardel, había
deplorado que el tango languideciera y contrastara con la milonga decimonónica,
alegre y obscena en sus letras. Pero, justamente, esa languidez, tristeza, melancolía
de no se sabe qué, es lo propio de la vidalita y de cierta música folclórica
muy campesina y autóctona. No es de desear, por cierto, una música siempre
triste, fúnebre, la que Borges deplora en Gardel.
La milonga primigenia era alegre y sus
letras obscenas, y los tangos de la guardia vieja son los más auténticos, una
joyas en su pulido original. Pero Gardel es el fundador de una nueva etapa, la
del tango cantado en la que aparece el tango-canción, que enriquece al tango
tradicional, vocal e instrumentalmente, y que inicia el período de los grandes
poetas.
Esa música tiene todo y proviene de
antecedentes ancestrales, españoles, sudamericanos y africanos. Iinteresa
destacar, si bien hablamos de composiciones en general destinadas a una voz con
acompañamiento instrumental, así como la danza, que con Gardel aparece más bien
como dúo. En lo que en principio es voz con acompañamiento, surge un perfecto
intercambio en el que, musicalmente, ambas voces adquieren la misma
importancia, a la manera del lied europeo. Por eso llena tanto la
expectativa del auditorio, porque contiene melodía, pero también armonía,
incluso contrapunto y más aún un timbre especialísimo proveniente de las
guitarras y del cantante, que ha hecho de ello uno de sus mayores logros. Y, por
supuesto, un control perfeccionado del volumen, los pianos y fortes,
y el juego de tonalidades, aunque no se hable de tango en do mayor ni en mi
bemol.
Es lo que justamente falta en lo que se
oye con frecuencia en las fiestas, celebraciones, bailes y festividades, que
son más bien desempeños corporales que se ajustan a un único patrón rítmico,
pero en el que está ausente la música, cuando de esta palabra se atiende el verdadero
significado. Esas gimnasias, manifestaciones rituales sueltas de cuerpo, como
las danzas tribales de las sociedades primitivas, por supuesto carentes de estilo
en el movimiento (que es lo propio de la danza elaborada), necesita acompañarse
de una tormenta de luces psicodélicas, excitantes, mareantes o desquiciantes,
porque el desquicio involucra especialmente al cuerpo.
Así procuraban los primitivos convocar a
los dioses, diosas o deidades, con sus grandes fogatas en torno a las cuales era
ritual el baile, cuyos poderes se adueñaban de la voluntad en una apoteosis del
arrebato; pero entre ellos el arrebato e incluso la embriaguez al menos tenía
sentido. Se trata de hábitos sobre los cuales es difícil emitir un juicio,
estético o ético pertenecientes, desde un punto de visa emic, a las
características de la cultura determinada de un pueblo, de una región o de una época.
DE LO
COMPRENSIBLE Y DE LO IGUALITARIO
Es perfectamente comprensible que hoy las personas quieran
saltar, ensordecerse y con ello encontrar la liberación de sus cadenas
cotidianas o un sentido para la vida como encontraban los primitivos. Es una
práctica y una tendencia que monopoliza el gusto y que tiene un valor por ser
el preferido, porque la masa ha tomado actualmente el puesto en donde se decide
todo: la música, la literatura, la poesía, el cine, los libros, la información,
las noticias, hasta las vocaciones y profesiones.
Pues se vive en medio de un arrear, de un
espolear o azuzar, definitivo y último comando que dirige una misión
desconocida. Se vive de acuerdo a la tendencia y preferencia de un ejército de entusiastas,
alucinados, de una suerte de ganado humano que se embarca en los grandes
puertos del mundo con destino a los diferentes países culturales fabricados
por los compradores y vendedores. Como con cualquiera otra costumbre o tradición,
no hay por qué desprestigiar ni enojarse con esta tendencia, sólo porque no se pueda
asimilar a lo que racionalmente se considere música, en el estricto sentido que
esta palabra encierra. Por el contrario, tiene una ventaja que podría
considerarse beneficiosa para todos: es una tendencia a la igualación y aun al igualitarismo.
Lo igualdad, acaso, ¿no es una de las
más grandes aspiraciones en la historia moderna, especialmente a partir del año
1789? Sin embargo, dese hace siglos se ha observado que la igualdad, entendida a
rajatabla, guarda lazos secretos con el absolutismo y el totalitarismo: es el
instrumento con el cual se opera el frenado de las sociedades, el
anquilosamiento, la paralización de los procesos por los cuales se alcanza el
mejoramiento de la vida, de la coexistencia, del bienestar. Y, aunque sin
ninguna duda es el instrumento que garantiza el derecho de todos a beneficiarse
de las leyes tanto como la obligación a respetarlas, sería horrible imaginar
que todos pensaran de la misma manera y en lo mismo, que todos sintieran de
manera igual. Que todos se procurasen los mismos gustos, las mismas
preferencias, que todos usaran las mismas palabras, que se vistieran todos como
en espejo, en fin, resultaría un mundo más justo, no hay duda, nadie podría ser
más que nadie. Pero sería horrible.
Muchos
piensan que ese mundo igual sería una forma de garantizar que no hubiera
injusticia, que todos ganaran la misma suma de dinero, que, como todos vivirían
bajo las mismas condicionantes económicas, sociales, cultuales, educativas,
sanitarias, de seguridad, todos gozarían de los mismos beneficios y no habría
diferencias ni clases sociales ni marginación ni explotación del hombre por el
hombre. Quizá no habría enconos, lucha de intereses, competencias ni
monopolios, no habría guerras. Pero, por mucho que esas personas han pensado en
un mundo semejante, hasta hoy no han explicado cómo podría lograrse, cómo llevar
ese conjunto de maravillas a la vida real de las personas.
Por cierto, entre quienes piensan en el
igualitarismo como solución a los problemas humanos hubo quienes han concebido teorías
políticas al respecto, ideas que fundamentan su posibilidad y estrategias para llevarlo
a la práctica. Pero no lo han logrado hasta ahora, y lo que el hombre ha
logrado al respecto ha sido por la vía de procurar la prosperidad, pero
en este sentido: en vez de llevar la prosperidad, cuando la hay, al conjunto de
las personas, procurar que las personas alcancen la prosperidad. En vez de buscar
que todos sean iguales, lo que a hasta ahora parece imposible, buscar que las
diferencias entre los humanos resulten la verdadera fuerza para obtener la
prosperidad de todos.
Asegurar la igualdad ante la ley y el
derecho, ante la educación, ante las instituciones públicas, el acceso a la
salud y a la seguridad, en fin, la igualdad a la más amplia gama de valores
culturales, es una pista lo suficientemente amplia como para que despeguen las
más altas y generales aspiraciones. En el arte la igualdad no tiene más sentido
que aquel por el cual pueda llegar a todos, todos puedan crearlo y tenerlo cerca
y apreciarlo. En lo que tiene que ver con las políticas culturales que proveen los
medios para que esa igualdad se cumpla, justamente, es en lo que por lo general
fallan los criterios en que se inspiran.
Para advertir esta falla es preciso
atender primero lo que suele ocurrir entre las colectividades desasistidas, al
garete estético, al margen de la cultura de superación. A saber, que todos o
casi todos tienen alguna idea de qué es el arte, que surge la disposición a cultivarlo,
a crearlo o a recepcionar sus expresiones, pero sin que se cuente con la
información, la preparación y la maduración suficiente. Así, algunos se forman de
cualquier manera, sin educación al respecto; se vuelven aspirantes a artistas e
incluso se creen artistas acabados (es la forma en que prospera la mediocridad).
Esto es triste y puede evitarse por medio de la promoción de la cultura: no de una
cultura ni de un puñado de culturas específicas, tendencias o prácticas,
sino de la única cultura, es decir, de la que provee los medios para
consagrarla como la más amplia y que tienda al mejoramiento del espíritu.
DE CÓMO ALGO ESCAPA
POR LA TANGENTE
Se ha dicho, y con frecuencia se olvida, que “la vida es
corta y el arte es largo”, lo que quiere decir, en pocas palabras, que nunca se
termina de abarcar el conocimiento y la idoneidad en el amplio abanico de manifestaciones,
tendencias, gustos, técnicas, variadas formas de cultivarse. Y, muy
especialmente, que el arte necesita de específicas preparaciones para que su comprensión
y su recepción resulten cabales y armónicas. No todo es fácil en este universo
tan especial. Pero, entonces, ¿qué papel le cabe al igualitarismo en él?
¿Qué conviene hacer cuando se procura
que todos se beneficien y se busca la forma de favorecer esta aspiración? Pues,
así como se procede con la escuela y el liceo, se debe proceder con el arte,
con la música, la pintura, etcétera. Se procede a enseñar su historia, su
filosofía, sus técnicas, sus formas.
Las políticas culturales, como iniciativas
políticas que son y como democráticas que son, llevan en su seno el propósito
de satisfacer a las mayorías. Lo común, pues, es reparar en quienes abrazan el
gusto por el arte de todos, o sea, el popular, el de la casa y el barrio, el elemental,
el que se adquiere por ósmosis en los medios y en las redes sociales y, en fin,
en todos los ámbitos y lugares donde se posa la vista, porque está en todos
lados. Se oye o se sabe o se huele o se toca en cualquier parte y es
aprovechado por la mercadotecnia para dirigirse al centro más sensible y a la
vez más parecido de todos. Lo mejor para ellos es que todos sintamos, oigamos,
veamos, gustemos y palpemos el mundo de manera parecida y, como en buena parte
eso se cumple, el igualitarismo termina limitando a todos y a cada uno,
encerrándolo en el goce de un arte burdo, interesado y aburguesado (lo que
quiere decir, adecuado para facilitar que todo pueda venderse y comprarse).
Se pasa por alto, entonces, la enormidad
del arte, su riqueza de formas y géneros, sus corrientes creativas más
elaboradas. Se termina desdeñando la historia del arte, lo que ha sido sentido
y hecho antes de nosotros, y el individuo queda al margen de lo mejor, de lo
más aprovechable, de lo que podría constituir lo sustancial de su cultura. El
arte supremo que se ha cultivado, la pintura y la escultura en sus colecciones
de imágenes y museos, la música en sus partituras, interpretaciones y
conciertos, la literatura en sus bibliotecas, el mejor cine, las ferias y
librerías, en fin, el teatro, la danza, la cerámica. La política cultural
termina, opuestamente a su inicial objetivo, encerrando más a quienes necesitan
ampliar el panorama.
Es la política cultural la que puede
abrirlo, pues el Estado tiene a su disposición el acceso a todas las
manifestaciones del arte conocidas, folclóricas, nacionales, populares, clásicas,
modernas, vanguardistas, primitivas, prehistóricas, históricas y contemporáneas.
Puede ampliar el horizonte, para que la actividad de quienes tienen iniciativas
artísticas, como se cumple en todos los pueblos, se encause y no se estanque o
se pierda en sólo una serie de hechos repetidos, sin mejoramiento, de un orden
prácticamente ritual. La política cultural debe estar concebida de manera de
trascender el rito, porque de perpetuarlo ya se ocupan las comunidades sin que
se les deba enseñar ni sugerir nada. El propio esparcimiento, el solaz, la dispersión,
el carnaval, el regocijo general y el jolgorio son actividades que no necesitan
más preparación que la que ellas mismas de sobra saben cómo proporcionárselas.
No quiere decir que esas iniciativas
autónomas y libres no puedan ser asistidas, ayudadas por las políticas
culturales, pues son desempeños de la cultura como cualquier otro desempeño, y
poseen una riqueza única, entrañable, originaria, inimitable. Responden a la
tradición y a las costumbres, y la tradición y las costumbres representan la
mayor riqueza cultural de un pueblo. Forman parte de todas las demás formas de
vida, de las comidas, las bebidas, los hábitos familiares y sociales, las
fiestas, las celebraciones y la memoria de las desgracias. Hay que tener en
cuenta, sin embargo, que una cosa es arte y otra es tradición.
Todo esto merece la mayor atención de la
política cultural, pero con ello no termina su misión y mucho menos sus mayores
objetivos y aspiraciones. Porque, en tanto política, debe procurar siempre ir
más allá, aumentar y no sólo mantener, mostrar lo desconocido además de favorecer
la contemplación de lo conocido por todos. Debe prestarse a todos de modo que el
cultivo del arte se complete con lo que es necesario poseer para tener acceso al
arte mayor, precisamente, el arte que el individuo común no capta, no puede
captar porque le falta educación, que es necesaria también para apreciar el
arte, y sin que por eso deje de cultivar el que ya cultiva. Y, si el arte es
largo, también lo es la educación, que no termina nunca de completarse por
larga que resulte la vida.
¿Y quién puede llevar la educación en el
arte a la gente? Ese arte que todos recibirían con regocijo si lo pudieran
apreciar, si lo tuvieran a la mano y si contasen con la preparación adecuada
para recibirlo, debe procurarse. Cabe la responsabilidad a quienes tienen a su
cargo las políticas culturales de los Estados democráticos la obligación de
realizar esa tarea, y con éxito. ¿Acaso la democracia no consiste en la forma de
gobierno en la que prepondera la voluntad de las mayorías? ¿Por qué, entonces,
prepondera hoy en los hogares, en las calles, en los salones, en casi todos los
espectáculos populares de toda índole sólo una vertiente de la música, esa que,
decíamos, es sólo salto, golpe, estruendo o chillido? Hay un exclusivismo en el
arte público o popular o general.
DE LO QUE NO SE
PUEDE CREER Y DE LO INNECESARIO
No es pensable que el pueblo todo, o casi todo, se haya aculturizado
a sí mismo en música, que por su propia voluntad se haya puesto límites y por
la sola fuerza de la costumbre. La historia de la música demuestra que los
pueblos no se desmoronan en su sensibilidad, no se vuelven torpes en la música,
sino, por el contrario, se perfeccionan en sus instrumentos, en la calidad del
canto, en las formas musicales, en los textos de sus canciones que
eventualmente pueden alcanzar valores destacadísimos. ¿Qué ha ocurrido,
entonces? ¿Por qué sólo se oye una “música”, en todos los momentos y lugares, dentro
y fuera de los hogares y de los comercios, en las fiestas, en las
celebraciones, en el bus y en el avión, en el celular, en la propaganda? ¿Por
qué el consabido pum pum del sonido con pretensión de ser música, tan
basto, tan burdo, grosero, feamente simple? Y, todavía, cada vez más elemental
y tosco.
Quienes enseguida exclaman “no me gusta”
al oír una obra clásica, porque le es desconocida o no le han prestado la
debida atención, ignoran que tras esas palabras y en el subsuelo histórico-social
de ese sentir, subyacente cultural de la situación, se consuma otra exclamación,
en esencia, “no me ha sido posible” o “no he tenido la oportunidad”, incluso “no
sé qué limitación me ha vuelto imposible entender o gustar”. Sería muy extraño
que un ser humano no gustara de Bach o de Mozart, de Albéniz o Puccini, de
Fabini o Gershwin, si dispusiera de una formación estética medianamente
aceptable. Así, lo que se atribuye al gusto, que pertenece a las preferencias
individuales, en realidad debe atribuirse a la educación. De la misma manera,
no nos aficionamos en masa a la matemática o a la física porque no la
entendemos. Sin entender, descubrir y apreciar los secretos de un fenómeno, de
una manifestación artística, no hay respuesta por parte del espíritu.
No está de más recordar que el arte, el
saber, los sentimientos, también el amor, la facultad de elegir, de buscar e
investigar, son los fundamentos de la cultura. Proteger nuestras preferencias, perpetuarnos
en lo mismo en que somos o creemos ser, guiarnos sólo por el instinto, permanecer
en lo que somos, sentimos y añoramos, son las fuerzas que mantienen pero no
enriquecen la cultura. La cultura dignifica en lo más hondo de cada uno y en el
conjunto de los seres humanos, pues constituye la dimensión en la que gobierna lo
mundanal serenamente exaltado, lo perceptual gozosamente ennoblecido y lo soñado
vuelto realidad hasta donde es posible.
¿Para qué escamotear sus infinitos
eslabones y sus imprescindibles enlaces y articulaciones, y con qué motivos algunos
se especializan en enflaquecerla, en debilitarla para volverla más accesible o para
que resulte fácil beneficiarse con lo que no es más que su sombra? Cabe sólo a indolentes
y a pusilánimes el desdeñar la cultura de superación, negociar con sólo alguno
de sus más bellos aspectos y vulgarizarlos para explotar su poder de adhesión y
contaminación.
En su mejor momento los uruguayos
contaron con la posibilidad de apreciar en vivo, o por los medios de
transmisión por entonces fono eléctricos, el abanico casi total del arte. No
buscó el igualitarismo sino la posibilidad de igualdad en la recepción y la
comprensión del arte. Se buscó la manera de que todos los gustos tuvieran la
posibilidad de expresarse, hasta en el deporte. De modo que se facilitaron los
teatros, y fueron aplicados a diferentes géneros, a la música popular, al
carnaval, a la ópera, a los conciertos sinfónicos y de cámara. Para respetar
los gustos, no se mezclaron las iniciativas y cada institución cultivó una
especialidad diferente. Esa política cultural no despreció a nadie y, por el
contrario, robusteció lo que se podría defnir como una especial dialéctica de
la cultura.
La
educación primaria y media reflejó soberanamente este criterio incluyendo en
sus programas títulos y temas de todas las especies. Se estudiaba música,
dibujo, manualidades, danza, e incluso se organizaban visitas a los
espectáculos dignos de atención por parte de los estudiantes. La Orquesta del
Sodre y la Comedia Nacional recorrían el país buscando que todos pudieran gozar
del arte, y del mejor. Ambas instituciones alcanzaron un nivel superior en sus
ejecuciones y en sus actuaciones, y se calificaron muchos músicos y actores.
En la
década del treinta del siglo pasado el Estado uruguayo a través del Sodre inauguró
una emisora radial que significó un paso fundamental en la difusión de la
música. No sólo contó con una discoteca inigualada (en cuyo acervo colaboró
Carlos Vaz Ferreira) sino que se ocupó de transmitir los conciertos en vivo en
el Estudio Auditorio y en el Teatro Solís. A ello añadía la intervención de
musicólogos famosos que explicaban las obras ante del concierto o de la
audición. Y no se limitaba a la música, pues también se irradiaban programas de
literatura y filosofía. Por su parte, emisoras radiales particulares
transmitían el Carnaval desde los escenarios y tablados. Algunas transmitían
cine en vivo, comedias desde los teatros y especialmente los radioteatros,
muchas veces con obras basadas en famosas novelas o adaptaciones de teatro para
la radio.
Hoy se
sostiene que no hay público capaz de condescedner con aquellos programas de
digusión cultural; pero esta opinión desconoce que el público que una vez hubo
no se formó de la nada, y que resultó de la misma campaña de difusión de las
artes y el pensamiento.
Se
volvieron habituales las exposiciones en museos y salas que se convirtieron en lugares
icónicos para el arte, galerías famosas, muestras retrospectivas de artistas
consagrados, espectáculos vanguardistas relacionados con las artes plásticas y
escénicas. La ópera y la danza tuvieron su momento, y se estrenaban obras de autores
nacionales, con lo que surgieron destacados concertistas con reconocimiento
internacional.
Hoy día también se realizan exposiciones
y conciertos, pero el arte se expresa según los cánones de la mundialización indefectiblemente
comerciales, siempre los mismos (el pum pum y el grito), de una estética de lo
más pobre. Y los músicos, no todos pero al menos la mayoría, se atienen a ellos
obedientemente puesto que necesitan audiencia inmediata. Así, los necesitados de
música y los podcasts se benefician con las aplicaciones que se ocupan de
agradar y cautivar mediante productos que no agregan nada a lo que ya posee el
destinatario.
Quizá
respondiendo al ideal del igualitarismo estético, se supone que a todos les
gusta todo. Y es cierto que hay personas que en cuestión de arte gusta de todo,
pues cada uno tiene sus predilecciones y es conveniente respetar las diferencias.
Así, a quien le gusta Schubert o Tchaikovsky y acude al concierto o al teatro a
oír o a ver sus obras, ¿a qué zarandearle con un tango o con un rock, como
suele hacerse? ¿Qué sentiríamos si nos ponen a bailar una sonata de Beethoven?
¿Apreciaríamos entonces el verdadero valor del tango o de la milonga o del
vals?
El maravilloso proceso de conjunción de
música popular y música clásica se gesta en la misma obra gracias al talento,
al ingenio y al amor del compositor por su arte, el terruño y la tradición. Se
puede poner como ejemplo a cientos de compositores de todas las nacionalidades
y épocas que, sea desde lo popular a lo clásico o al revés, crearon obras distinguidísimas.
Así, pues, para cada género es bueno que se reserve un teatro o una sala, para
cada gusto un ámbito adecuado y especializado. Nadie es capaz de lograr que sea
igualitario el gusto por una zamba o por una partita de Bach. Se trata de
asuntos diferentes y lo mejor es que cada uno lo aprecie a su manera. Por otra
parte, las salas se ajustan a determinadas características de la música, no a
todas.
Es completamente ridículo, además,
atribuir antigüedad o caducidad a una obra de arte. No hay arte con esas
cualidades o en arte esas cualidades no existen. Este es quizá el efecto que
produce el hábito de atribuir vanguardismo a ciertas canciones o pinturas u
obras teatrales. Con lo que, así de mal entendido, el vanguardismo termina
arrinconando al arte en la estantería de la historia. Ocurre frecuentemente que
pase a la historia antes que las obras no consideradas de vanguardia.
Para concluir digamos que la repetición
insistente de un bajo continuo que resulta de un golpe atronador en la percusión,
bombo, tambor, batería, no es arte de por sí. La misma percusión, todo el arte
instrumental respectivo no es golpe ni trueno ni ningún fragor enloquecedor. No
tiene esa función cuando se trata de música, de la cual forma parte en todos
los géneros y categorías, por lo que la repetición forma parte exclusiva de la
creación musical. Si se escucha la Ofrenda musical de Juan Sebastián
Bach se advertirá, especialmente en los compases del ricercare, cuál es
la función del ritmo y de la repetición, el motivo que aparece y vuelve a aparecer
lo largo de la obra. Es un recurso expresivo que caracteriza la imitación,
uno de los más importantes fenómenos de todas las técnicas de la música
occidental desde al menos el siglo XII hasta la actualidad.