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Ensayista de filosofía, Montevideo, Uruguay, 1943.Mientras trabaja en lingüística y semiótica se interesa por la filosofía y la lógica. Se gradúa en literatura con escasa actividad docente. Dirige los "Manuales de Literatura" de la Editorial Técnica, hasta que en 1980 publica "Vaz Ferreira, filósofo del lenguaje". Es asesor de la pedagoga Cledia de Mello, investiga la obra de Arturo Ardao y escribe en la revista "relaciones" de Saúl Paciuk. "Lógica e incertidumbre" (1988) y "Fantasmas en la lógica" (2002) anuncian su modalidad dentro de la "vieja y noble reflexión metafísica" (Jorge Albistur). "El velo de la apariencia" (2008) y "La humanización del tiempo" (2015) han sido consideradas "metafísicas fuertes” insertas en epistemología, lógica y gnoseología (Agustín Courtoisie). Su pensamiento se enlaza con la “filosofía de la experiencia” uruguaya, prolongándola en el presente siglo (Yamandú Acosta). Es autor de "Arturo Ardao, la pasión y el método" (2004), "La huella de Rodó" (2013), "Filosofía invisible" (2019), "Luis Alberto de Herrera, el pensamiento a contraluz" (2020) y "Spinoza" (2025). A publicar próximamente: "Mar de humanos. El drama de la cultura".

jueves, 31 de agosto de 2023

EL ROMANTICISMO, Primera parte

El significado histórico del Romanticismo es un tema que aun hoy tratan de clarificar variedad de nuevos estudios que aportan aspectos inusitados, especialmente en el campo del arte.

 

A fines del siglo XVIII se declaraba cierta desobediencia respecto a la tradición, entre las vanguardias del arte y la literatura. Se deseaba y buscaba un cambio en dirección a algo más mental y abstracto, menos pensado y racionalizado en referencia al saber y a la creatividad. Se agotaba el cultivo de un arte cortesano, deshidratado y estirado, incondicional respecto a un puñado de reglas inamovibles. Los intereses, por no cuajar en la vida material y cotidiana de la que otros eran dueños, ganaba en los espíritus el ensueño y la fantasía mediante cierto apartamiento, no de la realidad material y social, sino de las formas rituales de consolidarse y manifestarse. Se produce un estallido de sentimientos y valores que gana a Europa en las primeras décadas del siglo XIX, el siglo del Romanticismo con mayúscula.

No se inicia sin rumbo ni metas sino como un laboratorio de pensamiento, tierra de cultivo de sentimientos desde entonces inigualados por sus valores éticos y estéticos, y que perduran. El romanticismo anida en el corazón de las generaciones de todas las épocas posteriores por la exaltación de ideales edificantes, fantasías seductoras e ilusiones esperanzadas en un mundo de pura subjetividad y ensimismamiento. También por el cultivo del conocimiento objetivo que estableció las bases de la ciencia y la técnica del siglo XX. Así, pues, no es, como puede pensarse ligeramente, solo la relación de los enamorados, de los espíritus solitarios, retraídos y meditativos ni solo la actitud misantrópica e idealista.

 

LO MÁS CONOCIDO DEL ROMANTICISMO

 

No solo los enamorados están en condiciones de entender lo romántico, sus mayores secretos y su enorme influencia en todos los renglones de la cultura occidental. Basta con comparar la literatura romántica, por ejemplo, con la inmediatamente posterior para que todos lo comprendan. Son indiscutiblemente diferentes, desde que para la mentalidad de la época que sobreviene encaja mejor el realismo crudo de carácter removedor (Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Zola) y ya no las cosmovisiones conmovedoras de los románticos (Lamartine, Scott, Byron, Pushkin). Por lo que el Romanticismo no vale por el sentimentalismo trivial, y no es necesario ser ingenuo, estar enamorado o aficionarse con proyectos difíciles o imposibles para captar sus grandes postulados. Alcanza con mencionar dos de sus aspiraciones para empezar a entenderlo: el amor a la naturaleza y la reivindicación social de la mujer, hasta entonces personaje secundario e incluso ultrajado, como muestra el “Fausto de Goethe en la figura de Margarita (Cortés Gabaudan).

Pero valorar el romanticismo no significa suscribirlo, optar por su modo de sentir y ni siquiera intentar la recreación de su arte, lo que no sería posible ni deseable. Es una modalidad de la expresión de características inigualadas, hinchada de humanidad y civismo y que se desprende y contagia con facilidad, algo sombría en algunos aspectos. Interesarse por sus luces más que por sus sombras puede enriquecer la sensibilidad actual francamente disminuida, indudablemente más pobre en imaginación. Es la que a veces ilumina los sentimientos estéticos de todas las épocas debido a una nervadura emocional y sensible que se distingue con el término “sentimentalismo”, en el significado históricamente correcto.

La fuerza que concentra cada conciencia se relaciona con los sentimientos más que con la racionalidad, pero no con la sensiblería ni con la afectación. Como sentir generalizado a casi todos los planos de la sensibilidad, el arte y el pensamiento, es el impulso que se trasmite a la historia de la cultura y llega hasta las formas de la convivencia y las costumbres. Una cultura del espíritu tanto como una estética, y también el modo en que se dispone la vida cotidiana, la convivencia y los sentimientos delicados. Podría decirse que la negativa a aceptar los severos dictámenes de la racionalidad y el juicio sobre lo espiritual, sometido a las rigideces de la objetividad, es lo que concentra lo principal de sus fundamentos filosóficos.

Y es también una modalidad de vida que arraiga, quiere diseminarse y confundirse con la naturaleza mediante una nueva clase de contemplación del mundo y de los seres. No separa lo interno y lo externo, como se separa hoy, después de que los realismos y materialismos, la ciencia y la técnica marcaran las distancias enormes entre las capacidades humanas originales y las que desarrolla la inteligencia aplicada. El Romanticismo, como los realismos y nacionalismos folklóricos y políticos que le siguieron, no niega la realidad tal como la captan los sentidos y el sentido común. Pero se afirma en el movimiento inverso, mediante la impregnación del mundo externo con las impresiones del interno, algo que más tarde daría lugar a una especial apertura en el arte llamada “Impresionismo”.

 

LO MENOS CONOCIDO

 

El romántico contempla la realidad como se ha contemplado siempre, pero atreviéndose e intercambiar con ella lo que ha pasado por el tamiz de su mente y su espíritu. Se atreve quizá por primera vez en la historia a definirla no solo por argumentos sino también por sentimientos y presentimientos y por entusiasmos y pasiones. La intensidad de este desafío puede compararse con la que impulsa la cultura global y la mundialización de hoy, gobernada por una única fuerza y exclusiva forma de demostrar su poder de convicción y asimilación. Un poderoso haz de relaciones entre los humanos, y entre los humanos y la naturaleza, que se adscribe especialmente a lo contemplativo y brega por captar el mundo invisible, inapresable y transcendente respecto a toda percepción corporal.

            No es solo fantasía, anhelo de un “más allá”, contacto con lo desconocido por el arte. Si el arte es el reflejo del drama humano, de la lucha por superar la miseria, la injusticia, la indiferencia y el egoísmo, entonces encierra una esperanza confiable a partir de la sola subjetividad. Y, si un hecho tan real como la Revolución Francesa concentra la mayor inspiración y el despliegue de sus principios no perecederos, también debe considerarse como una de sus consecuencias. Porque, en tanto desenlace del célebre fervor político y revolucionario, tiene tras de sí el antecedente del despertar romántico, es decir, un orden causal parejo al secuencial.

Allí estaban los promotores de la primera crítica a la Ilustración y el neoclasicismo, la defensa de “lo formal, noble, simétrico, proporcional y juicioso”. No cabe duda de que el mismo Kant se incluye entre ellos, así como Vico y Hume, y por sus ideas políticas, filosóficas o científicas Locke, Hegel o Humboldt. Pero los principales son Rousseau (un fundador), Montesquieu, Chateaubriand, Hamann, especialmente Winckelmann que distinguió entre perfección y belleza e inició la valoración del arte griego clásico, Lessing y Herder, el Goethe del del empujón inicial, aunque no se considerase romántico, y el teólogo Schleiermacher que funda su ciencia en principios románticos.

Entre los inclasificables Schopenhauer y Nietzsche están los románticos Schelling, filósofo del arte; Schlegel, que concibe la “poesía progresiva”; Schiller, para quien hay una “fuerza intermedia” entre el espíritu y la materia (Safranski, 93); Goethe que con Schiller impulsa el movimiento Sturm und Drang, “Tormenta y Empuje”, vuelco respecto a la Ilustración en el que el autor de “Fausto descarga toda su pujanza juvenil (Cortés Gabaudan); Cousin, jefe del eclecticismo francés; los historiadores Michelet y Quinet; Lamennais, católico apóstata amigo de George Sand y precursor del laicismo; Balmes, preclaro metafísico español cercano al siglo XX; y escritores y filólogos como Bello, Heine, Renan, Rosmini, Manzoni, Hugo, Blake, Shelley, Wilde, Scott y otros.

            El trasiego desde el sentir de los sentidos al sentir de lo sublime (sublimis = muy alto, cualquiera sea el sentido que quiera darse), es invención de los románticos, y ya se anunciaba en Mozart, sin que el autor de “Don Giovanni” tuviera plena conciencia de lo que se convertirá en símbolo (por el revelamiento de “las fuerzas ocultas, el inconsciente, la importancia de lo inexpresable y la necesidad de anticiparlo y de tenerlo en cuenta” (Berlin, 166). Se rompen los moldes clásicos también en Francia con el drama “Hernani” de Victor Hugo, en el que un bandido seduce a Doña Sol, cortejada por un duque y el rey Carlos I de España.

Los románticos responden al llamado de esas “fuerzas ocultas”, del “inconsciente”, de lo “inexpresable y la necesidad de anticiparlo y de tenerlo en cuenta”, que según ellos toman la misma o parecida dirección. En la política, la historia, el derecho y hasta en la economía buscan esos ancestrales e invisibles antecedentes en los que es posible encontrar el remedio para todos los males. El gran edificio con bases en la razón es una quimera: “Toda presunción de que existen leyes objetivas es, simplemente, una fantasía, una invención humana, un intento por parte de los hombres de justificar sus conductas; en especial, sus conductas vergonzosas, al hacer intervenir, o al depositar toda responsabilidad en los hombros de leyes externas imaginarias” (Berlin, 169).

“La vieja pugna entre el idealismo y el realismo se decanta por fin a favor del subjetivismo artístico. Frente a las rígidas reglas de las academias oficiales, los pintores ‒estén aún inmersos en el Neoclasicismo, como Ingres, o se denominen románticos o realistas‒ conceden gran importancia a ser únicamente tributarios de su genio y de la naturaleza. Después de imponerse definitivamente la pintura al aire libre, esa reivindicación pudo llevarse a cabo con la mayor pureza en la pintura paisajística: es el caso de Friedrich y Koch en Alemania, de Rousseau y Corot en Francia, de Constable, Bonington y Turner en Inglaterra, de Church y Cole en Estados Unidos, de Goya en España, de Aivazovski en Rusia. El descubrimiento de la luz natural, que culminará finalmente en el Impresionismo, producirá un cambo fundamental en el cromatismo: esta será la innovación decisiva de la pintura de esta época” (Eschenburg, 407).

 

QUIENES FUERON LOS ROMÁNTICOS

 

La mayoría de escritores, artistas, arquitectos y pensadores, a partir del último cuarto del siglo XVIII, debieron apartarse del camino de vida que estaba fijado para ellos. En Alemania, por ejemplo, eran “en su mayoría hijos de pastores protestantes, de funcionarios públicos y de otros profesionales semejantes […] fueron educados para lograr ciertas ambiciones intelectuales y emocionales”. Pero, como no tenían acceso a los puestos, siempre en manos de la aristocracia, esas ambiciones “no pudieron concretarse completamente”, por lo que “se frustraron y comenzaron a alimentar fantasías de todo tipo […] aunque hubo hijos de familias nobles, en Francia Vigny, en Inglaterra Byron, en Alemania Novalis” (Berlin, 63 y 175). Aunque la raigambre social fuese en general humilde, la cultural fue de una potencia imperial y plena de innovaciones. Su sensibilidad nace en la nuda y solitaria autoconciencia, en la reinterpretación de la antigüedad y en la modificación de las técnicas en todos los campos de la creatividad. Ricos o pobres, nobles o plebeyos, los románticos estuvieron solos en sus ideas y sentimientos, desamparados y carentes de apoyo para lo que traían como plan para renovar radicalmente gustos y costumbres.

El plan contenía tanta inspiración como contienen las mayores expresiones de la cultura de las mejores épocas. Es algo que se origina en la voluntad y el talento y que es capaz de dar una respuesta al agotamiento de las formas de la cultura clásica y a la tradición que se entumece en los círculos académicos. Se fue modificando, transformando y desarrollando una nueva sensibilidad desinhibida que se aventuró en el océano inabarcable de la “condición humana”, en el absurdo y los límites (Camus) o en el ser libre (Arendt). No cabe duda de que ese plan arrastra cierta cuota de paroxismo, por la exacerbación, la exaltación de submundos, patéticos y aterradores. Dio rienda suelta a fantasmagorías, leyendas grotescas, duendes ensimismados y mensajes de ultratumba a menudo insustanciales. Pero fue el arrebato de la imaginación, no de propósitos espurios, inmorales.

Los románticos privilegiaron lo blanco de una magia bien iluminada éticamente, aun en el terror (Poe), en la búsqueda errática de la verdad (Goethe), en la melancolía (Leopardi), los juegos del amor (Heine), la rebeldía (Byron), lo vicisitudinario (Chateaubriand), la conmiseración (Victor Hugo). Se propusieron dar con una nueva forma de belleza, inspirada en la griega, por la que se puede exaltar el bien y descubrir el mal. Para el romántico la verdad está dentro y no fuera. Estas dimensiones se oponen como la verdad y la mentira, la confusión entre una simple bacía de barbero y el yelmo de Mambrino (Girard, 17). No porque negara la realidad del mundo y la naturaleza en su organización física y biológica, ni la realidad social a la que pertenecía, que acepta, sino porque niega al intelecto el poder de captar la belleza. “La belleza esconde su ley en una manifestación sensible […] Lo bello se nos presenta como una ‘mera apariencia’, es decir, como una pura manifestación” (Guerrero, 52).

Los románticos fueron amantes de la ciencia y se comprometieron con la política de su tiempo. Goethe fue autor de tratados científicos, Novalis mezcló misticismo y ciencia; Schiller fue médico y filósofo; Chamisso explorador y naturalista; Heine tuvo que exiliarse por sus críticas al gobierno alemán; Victor Hugo político y legislador, defendió los derechos de la mujer; Lamartine, diputado, abogó por la abolición de la esclavitud, la pena de muerte y la libertad de prensa; Espronceda bregó por el liberalismo y la libertad y se unió a la revuelta de París de 1830; Delacroix fue un meticuloso anatomista y un hombre comprometido con la Revolución Francesa; Géricault pintó temas de la vida corriente que enalteció hasta convertirlos en hechos heroicos; Leopardi escribió una historia de la astronomía y reflexionó sobre la moral; Manzoni, el autor de la famosa novela “Los novios”, militó por la unificación de Italia; y se podría seguir.

 

LO INESPERADO EN MEDIO DE LA MARCHA

 

El objetivo era modificar el curso básico del acontecimiento tal como era reconocido, elegido, ejecutado y desarrollado de acuerdo al paradigma de uso. En música ha sido definido como “la lesa intromisión de la voluntad del compositor en el transcurrir del discurso, cuya evolución natural se ve así truncada” (Casablancas, 28). Los románticos cambian el modo en que se desenvuelve el itinerario de la creación, ya en uso, pero nunca puesto como principal instrumento creativo. Aquello cuya omisión constituía falta, leyes, formas, reglas y principios estandarizados que hasta se podían pronosticar, es inesperadamente metamorfoseado. El carácter revolucionario del arte y el pensamiento romántico se caracteriza por el cambio en el curso del acontecimiento, la interrupción de lo esperado por lo inesperado a veces asociada a la disonancia (Casablancas, 26).

            Hacia fines del siglo XVIII era impensable quebrantar las bases que regían la composición en el arte y el pensamiento. En todos los planos, político, filosófico, ético o estético, social o económico, las formas de expresión de la cultura eran previsibles y se atenían a un modelo llamado “clasicismo”. Está ligado a la monarquía, el confesionalismo, el conservadurismo, concepciones que Ilustración mediante serán paulatinamente sustituidas por el liberalismo, el republicanismo, el reformismo. En el arte se trata del conjunto de concepciones y consecuentes expresiones consolidadas por el culto de la antigüedad, el racionalismo y la influencia particular de algunos grandes maestros que se prolonga más allá de su tiempo. Paulatinamente se va generando un cambio que, aunque siempre ocurre algo parecido al sobrevenir una nueva corriente en el arte, en este caso se identifica primordialmente con un cambio en el flujo del continuo, con lo que en música suele denominarse “estancamiento” (Casablancas, 27). Estudiaremos este fenómeno en un próximo artículo y a propósito del autor anteriormente citado.

 

UN ANTES Y UN DESPUÉS

 

Leer las partituras musicales permite entender cabalmente los cambios de expectativa a los que se volverán adictos los románticos, así como al fenómeno del “estancamiento”. Por ejemplo, la partitura de la sonata para violín y piano de Beethoven llamada “Pastoral” (Nº 15 en Re M, op. 28) revela la geometría de la escritura en correlación con la de la audición (compás 108 y siguientes del Rondó), fenómeno también notorio en el Allegretto de la sonata para piano “Tempestad” (Nº 17 en Re m, op. 31, nᵒ 2) o en el Allegro de la sonata para violín y piano “Primavera” (Nº 5 en Fa M, op. 24). La figura imita el entramado sonoro e, inversamente, el sonido imita la figura gráfica, con lo que se establece una impresión que acusa la diferencia respecto a la música anterior. Se revela el estallido de corcheas y semicorcheas, ya no en la suave disposición ondulada a que acostumbraba el barroco, sino en la de quiebres bruscos y saltos sorpresivos de escalas graves a agudas y de pianos a fortes.

Se rompen las expectativas que enlazaban el acontecer melódico y balanceaban las tensiones de la armonía. No estaba del todo aprovechada la inagotable variedad que es posible exhumar de escalas, acordes y contrapuntos. Por cierto, Bach la había desplegado en su mente y aplicado de mil maneras en diversidad de formas y géneros. Pero, porque era Bach, las contuvo, domesticó, imprimió un orden matemático y tradujo a una lógica increíblemente sencilla, infinita en las posibilidades que sugería, y sublime. Mozart y Beethoven aprendieron de ello y no se contuvieron, yendo más allá de Haydn, que parece ser el primero que rompió los esquemas. Dejaron que el sonido terminara con la sumisión a todo orden prestablecido. Mostraron lo que hasta entonces estaba velado por cierta tradición de pompa y artesanía cortesanas.

Se empieza a concebir la música como algo opuesto a lo que era normativa de la estética clásica (en los tratados de Jean-Philippe Rameau, por ejemplo). Aunque en el siglo XVIII algunos músicos rompían tempranamente algunos esquemas (Johann Stamitz, Carl P. Emanuel Bach). Si la sensibilidad era objeto de modificación por una vía física natural, como el sonido, ahora es la sensibilidad la que toma la iniciativa y exige al sonido, lo modifica y trastoca. Así fue concebido por Jean-Jacques Rousseau y llevado a la práctica por Christoph W. Gluck (Cranston, 17). Lo emocional, desde entonces, se arroga el derecho de influir sobre los estados psíquicos complejos. El proceso se da al revés: la composición se libera de los rigores técnicos, de timbres y armonías, y hasta aparecen nuevos mecanismos en los instrumentos, válvulas en flautas y oboes, nuevos torneados, el sistema de martillos del pianoforte o los divisi en la orquesta.

La mayoría de los grandes cambios estéticos, es verdad, han resultado de la reacción frente a la sensibilidad anterior. La de los románticos no reacciona solo respecto a ella, Haydn principalmente, ni solo respecto a la música galante. Mozart o Beethoven, Schubert o Liszt, Mendelssohn o Schumann, Berlioz o Bellini recogen uno del otro aquello que les permitirá encontrar un camino propio. Y entre lo más sorprendente de los románticos, precisamente, está el hecho por el que, sin dejar de pertenecer a un mismo universo, cada uno crea un estilo característico, de propiedades intrínsecas absolutamente reconocibles y originales. Incluso, abriéndose a los gustos y tradiciones locales e incluyéndolas en sus elaboraciones, tendencia que significará un paso hacia los nacionalismos musicales con Federico Chopin y su culminación, pasado el medio siglo, con la obra del “Grupo de los Cinco” (Balákirev, Cui, Musórgski, Rimski-Kórsakov y Borodin).

 

EL ARTE DE AYER Y DE HOY

 

Bien podría considerarse que reaccionan contra ellos mismos. Asimilan el acervo de la polifonía germana, del arte vocal y del teclado italianos, la festividad sonora de los franceses, pero solo para enriquecer el acervo y no para imitar. Llevan la música a un nivel de importancia que iguala al de la palabra, desde que para el siglo anterior era un arte secundario. Crean nuevas formas musicales (como el poema sinfónico), desarrollan una verdadera ciencia de la orquestación y modifican enteramente la suite y la partita barrocas, agregan un movimiento a la sonata, Implantan las microformas instrumentales y el concierto con acompañamiento de orquesta, en el que se luce el instrumento solista. Estuvo en los orígenes de estas transformaciones la música “de la sensibilidad” y el estilo galante, predecesor del “neoclasicismo” o “clasicismo vienés”, progenitor a su vez de lo que entiende como corazón del romanticismo musical.

Artistas, escritores y pensadores se rebelaron contra la realidad cruda mediante la sublimación por el arte, lo que a nadie puede sorprender hoy en día cuando nos reblamos ante la realidad desplazándola o modificándola. Ellos habían encontrado el “sendero del bosque” que se pierde en la sombra, su más preciado símbolo; hoy es frecuente perderse en el sendero que encuentra luces por todos lados y que no tarda en encandilar. Pero, se trata de los mismos anhelos y ambiciones que las épocas han querido perpetuar desde siempre y en las que en pie de igualdad han sido responsables de imprimir en el alma el designio desolado y triste, incambiable, del saber más esclarecido que baila en torno a la razón, con sorna y desplante. La cultura se siente como lo más importante, sobre todo en la pionera Alemania, y ocupa el lugar que en Francia o Inglaterra ocupan la civilización, el progreso, la prosperidad. No la felicidad, como en la Europa latina, sino la plenitud en la obediencia y en la aplicación a las obligaciones primarias (conferencia de Rosa Sala Rose).

La tristeza romántica, su impavidez, no son ajenas a nuestra época. La actual no es tan imaginativa como aquélla, no es puramente mental. Pero hoy se cuenta con la irradiación proteica de los cambios tecnológicos, que en forma virtual materializan la imaginación, volviéndola palpable. Los románticos volvieron a la primitiva relación entre lo humano y lo divino simbolizándola en su confrontación con los dioses a través de un héroe cerebral, el genio. No olvidaron a su ancestro ni abandonaron sus predilecciones, inclinaciones y secretas inspiraciones influidas por los místicos medievales. Se auto suministraron lecturas amontonadas, visiones multifacéticas de pintores inflamados por impresiones fantásticas o de otro mundo, alterados tanto como ensimismados. Padecieron la melancolía que produce el vivir atento a los dramas, a las teatralizaciones y pantomimas de la desgracia tanto como a las de la falsa felicidad. Y reservaron el uso de la metáfora como instrumento que alude a la realidad inocultable, a la denuncia tanto como a la sublimación.

El cuadro no es ajeno a nuestra época. El romanticismo decimonónico agranda y concentra; la posteridad vigésimo secular achica y estira. Las dos direcciones principales de los ideales toman por senderos diferentes. Si de acuerdo a los primeros la sensibilidad se vuelve sobre sí misma, internaliza e implosiona en la subjetividad, en el ámbito de sus posibilidades autónomas de expansión y desarrollo, de acuerdo a los segundos la sensibilidad sale de sus círculos subjetivos, se externaliza y explaya en la realidad descarnada. El arte achica y estira hoy las tramas tejidas por el Romanticismo, pero el hilo es el mismo. No es creíble la razón desnuda, desde la Ilustración, no se busca liberarla por la fe ni ha surgido una fuerza más poderosa. Desde fines del siglo XVIII existe la intención, solapada o no, de reformar o modificar la materia prima, pero no de cambiarla por otra. Las coordenadas son las de siempre, con el gran muro positivista que produjo el evolucionismo, el materialismo y la economía de mercado. Hoy se comprueba una vuelta a aquellas coordenadas, una vez sufrido el desastre de las guerras, los enfrentamientos ideológicos y el horror de las migraciones. Se ha comprobado que no hay una nueva senda trazada ni el despertar en un mundo diferente.

 



REFERENCIAS:

BERLIN, Isaiah (2000). “Las raíces del romanticismo”, Madrid, Taurus.
CASABLANCAS, Benet (2020). “Paisajes del Romanticismo musical”, Barcelona, Galaxia Gutenberg.
CORTÉS GABAUDAN, Helena (2020). “Fausto o la insatisfacción del hombre moderno”, Madrid, conf. Fundación Juan March (Web).
CRANSTON, Maurice (1997). “El romanticismo”, Barcelona, Grijalbo Mondadori.
ESCHENBURG, Barbara & GÜSSOW, Ingeborg (2002). “Los maestros de la pintura occidental”, Eslovenia, Taschen.
GIRARD, René (1963). “Mentira romántica y verdad novelesca”, Caracas, Universidad Central de Venezuela.
GUERRERO, Luis Juan (1954). “Qué es la belleza”, Buenos Aires, Editorial Columba.
SAFRANSKI, Rüdiger (2013). “Schiller o la invención del idealismo alemán”, Buenos Aires, Tusquets.
SALA ROSE, Rosa (2014). “Thomas Mann, la vida sobre la barrera”, Madrid, conferencia Fundación Juan March (Web).
WINCKELMANN, Johann (1958). Lo bello en el arte, Buenos Aires, Nueva Visión.

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