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Ensayista de filosofía, Montevideo, Uruguay, 1943.Mientras trabaja en lingüística y semiótica se interesa por la filosofía y la lógica. Se gradúa en literatura con escasa actividad docente. Dirige los "Manuales de Literatura" de la Editorial Técnica, hasta que en 1980 publica "Vaz Ferreira, filósofo del lenguaje". Es asesor de la pedagoga Cledia de Mello, investiga la obra de Arturo Ardao y escribe en la revista "relaciones" de Saúl Paciuk. "Lógica e incertidumbre" (1988) y "Fantasmas en la lógica" (2002) anuncian su modalidad dentro de la "vieja y noble reflexión metafísica" (Jorge Albistur). "El velo de la apariencia" (2008) y "La humanización del tiempo" (2015) han sido consideradas "metafísicas fuertes” insertas en epistemología, lógica y gnoseología (Agustín Courtoisie). Su pensamiento se enlaza con la “filosofía de la experiencia” uruguaya, prolongándola en el presente siglo (Yamandú Acosta). Es autor de "Arturo Ardao, la pasión y el método" (2004), "La huella de Rodó" (2013), "Filosofía invisible" (2019), "Luis Alberto de Herrera, el pensamiento a contraluz" (2020) y "Spinoza" (2025). A publicar próximamente: "Mar de humanos. El drama de la cultura".

jueves, 31 de agosto de 2023

ESTIRAMIENTOS Y RETROCESOS en el arte y el pensamiento uruguayos en el siglo XX

 En artículos anteriores hemos analizado algunos factores decisivos que influyeron en la sociedad uruguaya, propiciados por algunos efectos negativos de la globalización, el mercado, el comercio y la propaganda, por los cuales han quedado descubiertos algunos rasgos culturales en la etapa de entrada a la época llamada posmoderna: véase, en la revista relaciones, Cambio de perspectiva en la filosofía social, La falla de nuestro tiempo, Los valores en la educación, La fantasía cataléptica, Elogio del liceo, La crisis actual de la razón (respectivamente, números 323, 325, 335, 340, 346 y 355).


Se puede evocar también una tradición culta, inicialmente no inspirada en intereses económicos, que se afianza en el espíritu de muchos individuos y de algunos círculos sociales, primero entre los intelectuales y luego desplegándose hacia contornos más amplios y populares, tradición de raigambre o al menos de emplazamiento local y rasgos propios. Es posible reseñar estos rasgos apelando a la historia de algunas preferencias en el gusto, el pensamiento y la valoración del arte, que se desarrollan e imprimen reciamente en el intelecto nacional a partir de las primeras décadas del siglo XX.

La reseña se intentará aquí siguiendo algunas tendencias preeminentes reconocibles por cualquier público. Por lo tanto, se omitirá toda referencia a algunas manifestaciones excepcionales, las cuales no se relacionaron con esas tendencias o que, apenas relacionadas, constituyeron singularidades suficientemente consideradas y respetadas.

 

CURSO CONGELADO DE LA PINTURA

 

El planismo condujo al abandono de la perspectiva y volvió arcaico el dinamismo plástico de la academia, aunque fuera la de Juan Manuel Blanes. Ese dinamismo alcanzó un punto de enorme expresividad en pintores como Carlos Federico Sáez o Carlos María Herrera. Aunque fueron verdaderos maestros, no desplazaron del todo una modalidad que, aunque oportuna y de gran lucimiento formal, parecía no presentar el afán de establecer una escuela. Nos referimos a pintores como José Cúneo, Humberto Causa, Carmelo de Arzadun, Guillermo Laborde y otros, incluidos artistas que conocemos por otras virtudes, como Pedro Blanes Viale o el mismo Pedro Figari. Su irrupción en el medio no se produce como una manifestación avasalladora ni como el camino inevitable a seguir por la historia del arte, sino como el resultado de una invención espontánea y original, aunque con innegables reflejos de los impresionistas[1]. Su aparición parece sólo tanteo, pero importante sugerencia para la búsqueda de nuevos caminos.

Quedó estampada sin embargo en el sentir nacional y en el “acogimiento de la obra de arte”, como llamó el argentino Luis Juan Guerrero a este fenómeno estético[2], aunque al principio calara poco en el sentir popular. Sacudiéndose de la incomprensión o del desplazamiento mantuvo su influjo a lo largo de una década, quizá como efecto de una paleta luminosa o estridente, aunque poco a poco se metamorfoseara y terminara en la moderación y el claroscuro. Como quiera que fuese, evolucionó escurridiza en una carrera sin fatigas hacia el fin de siglo. Recibe el espaldarazo del Universalismo Constructivo de Joaquín Torres García, quien regresa de Europa en el cuarenta y dicta clases que consolidan una escuela y reafirman el planismo. También lo reafirmará Rafael Barradas: dibujo austero y composición esquemática calculada. Por cierto, Torres introdujo otras innovaciones, entre ellas la división ortogonal, la preponderancia del color sobre la luz y la categoría del universalismo abstracto, tan filosófica como plástica.

Algo que no se podía disimular era el notable parentesco con la sencillez, fácilmente confundible con lo superficial. Quizá fue este aspecto el que más fascinó. Ciertas obras de arte se consagran a partir de un mínimo, alcanzan lo extraordinario a partir de lo común y envuelven la materia primitiva en tal proceso de elaboración y refinamiento que terminan dando vuelta el arte. La captación inmediata de sus recursos, por otra parte, el geometrismo elemental, la superposición teatral de planos, el contraste del color, la hegemonía de la línea y lo innecesario del detalle abrió una puerta que invitaba a ser franqueada, cosa que muchos intentaron.

Termina estallando una especie de fenómeno de masas por el cual bohemios y pintamonas, hacia el último cuarto del siglo XX, precisamente cuando se consagran las ineluctables leyes de la globalización, la embriaguez subliminal de la propaganda, el culto de la imitación y de la apropiación, envuelven la moda local. El fenómeno coincide con la época de la pérdida de rigor, de análisis, de todo afán de superación; la época en que la seriedad termina por convertirse en payasada, el arte y la cultura en espectáculo y mostrador. La voluntad forzada por el afán de innovar sin invenciones fabricó artistas (afán no de todos, claro está, sino de quienes sólo procedieron acomodándose a las exigencias del mercado comercial).

 

 

RUMBO EXCÉNTRICO DE LA MÚSICA

 

El atonalismo musical se introduce en nuestro medio por el deseo de experimentar, de escapar de la tradición, asociado a un cambio en la concepción de la estética musical. Este fenómeno se parece al del planismo en la pintura: la nueva tendencia barre con todo y se arraiga en la composición dejando atrás el viejo sistema tonal. Éste permanece vigente en el tango ciudadano y también en formas camperas como el estilo o triste. Paulatinamente se evade primero del jazz y luego del tango, pero el deslizamiento fuera del sistema tonal también responde al esnobismo, a la “actuación”, al uso forzado de instrumentos estériles y a la escasez de ingenio que mostraba la canción.

El atonalismo puede encontrarse gravitando en compositores uruguayos, en César Cortinas, por ejemplo, pero sin abandonar su fidelidad a la tradición, por lo menos en la música de cámara. Fuera quien fuere el músico influyente, Debussy o Ravel, Stravinsky o Prokofiev, los latinoamericanos Revueltas, Ginastera o Villa Lobos, se comprueba siempre el respeto último por ciertos cánones inconcusos de la composición llamada “culta” o “clásica”. Pero nada sacudió tanto a los compositores uruguayos como Arnold Schoenberg y la llamada Escuela de Viena. El atonalismo, su versión dodecafonista, el serialismo, representaron la forma ejemplar, el camino a seguir, la bomba que era capaz de estallar y terminar con cualquier rasgo anterior reconocible y que permitiera el despojamiento afanosamente buscado. Después de los años sesenta el atonalismo de la Escuela de Viena perdió fuerza, intercedido por nuevas y diversas orientaciones musicales: aleatoria, electrónica, minimalista, espectral, que igualmente influyeron en el Uruguay.  

Se considera a Héctor Tosar como el compositor uruguayo más importante del siglo XX. Su obra registra de una manera pionera la estética del atonalismo y la influencia de algunas formas posteriores como las nombradas. De manera semejante al planismo en pintura, el arte de Tosar linda con el despojamiento y la sencillez, la desnudez melódica asociada al ostinato, a una armonía destilada. Se trata del paradigma estético-musical del momento. El mismo autor lo declara de esta manera: “En lo instrumental debí evitar todo excesivo recargamiento y buscar un tratamiento despojado al máximo. Esto me hizo abandonar todo vestigio armónico y lanzarme hacia una escritura casi totalmente lineal, que por un lado me acercara al espíritu de la música oriental sin necesidad de recurrir a sus métodos […] y por otro se me aparecía como una posible y satisfactoria respuesta a los problemas de lenguaje que se me presentaban.”[3]

Estos propósitos invadieron toda iniciativa, sobre todo como efecto directo del maestro sobre un puñado de destacados discípulos. Maestros de la “música nueva”, como Coriún Aharonian, gravitarán sobre las técnicas de cantautores populares y de concertistas y compositores “cultos”. Cayó, pues, el sistema tonal; fuera de lo que no podía seguir siendo sino canción tradicional, se consideró periclitado. Con algunas excepciones, se cultivó un arte ajeno a la tradición de las instituciones musicales, del gusto popular y hasta de los conservatorios de música. Era heredero de una ingente carga ideológica por emitir reflejos en nuestro medio, sobre todo en el período de la dictadura militar, de la revolución musical que había enfrentado al régimen nazi, por el cual Schoenberg fue proscripto y perseguido. En este sentido, en lo que a una estética corresponde como filosofía del arte, tuvo la misma gravitación que el marxismo sobre el pensamiento, con parecidos efectos removedores y también paralíticas consecuencias. Así, aparecen modelos señeros inspirados en la música del pueblo, como la del húngaro Bela Bartók, cultor de un abstracto musical de difícil asimilación para el oído de la gente.

 

DESVÍO DE LA NORMA EN LITERATURA

 

Hasta bastante entrado el siglo XX la norma en literatura era la distinción con respecto al lenguaje corriente y coloquial. Correspondía a la aspiración a erigir el arte, una expresión que se levantara por encima del habla cotidiana, aspiración fundadora de la literatura desde la antigüedad. El mismo realismo nacido en el siglo XIX, que había pugnado por hacer pie en tierra, introducirse en los suburbios del alma humana y denunciar sus miserias y contradicciones, no renunció al cuidado de la forma, a determinados estilos, al designio de enmarcarse dentro de ciertas prescripciones. Los cultores del habla popular existieron siempre, desde el costumbrismo e incluso el desenfado de la Edad Media hasta la denuncia y el erotismo de la narrativa actual. Pero se sostuvo lo que podría expresar un pleonasmo: la literatura dentro de la literatura.

            En términos generales, y hasta donde alcanza el perímetro capaz de abrazar a la mayoría de los grandes escritores del movimiento latinoamericano del siglo, esta “literatura dentro de la literatura” se mantuvo en sus moldes. Pero se escabulló silenciosamente, sin teorías ni manifiestos, de ciertos géneros, especialmente de la poesía. La escrita en español, después de Vallejo, Miguel Hernández o Neruda, pudo mantener entre otros talantes el de la rebeldía, pero en el entorno de una prosa enmascarada. En el sentido formal se había acabado. Si bien parte de la narrativa y del teatro pudo responder a un puñado de propósitos sociales y políticos sin romper completamente con sus genealogías, el lenguaje coloquial había invadido de una manera escandalosa el parlamento de los novelistas, por lo que buena parte de los esfuerzos se convirtió en panfleto o folletín, en pobreza imaginativa.

Hubo aquí, así como en la pintura y en la música, una valoración exagerada de la sencillez, del despojo, en este caso del desnudo léxico y métrico. No había sido sugerido por los poetas protestatarios (uno de los más importantes, César Vallejo, puede constituir el signo contrario), ni siquiera por el recio León Felipe, sino por el temperamento de escritores locales como Mario Benedetti. La irrupción de la poesía de Idea Vilariño es ejemplar en este sentido. Palabras corrientes y controladas, nexos imprescindibles, moderación adjetiva y verbal, timbre capaz de conmover lo más íntimo. Erróneamente considerado suelto, su verso fluye con una sencillez diríase casera en los temas del amor y de la ausencia, que se aproximan al de la muerte con serena y firme naturalidad.

Muestra una nueva forma de escribir, pero también de concebir el verso, breve como el de los cancioneros tradicionales españoles y dolorido como el del tango. Sin embargo, esconde una estructura de afinadísima elaboración, respetuosa de las reglas más exigentes. Representa una alternativa ante el erotismo de Delmira, la irisación cromática de Herrera y Reissig, el hermetismo de María Eugenia y el candor de Juana. Tal versificación, intuida o calculada, incluye el oído músico de los poetas innatos y una especial propiedad: se pega al oído y se vuelve familiar. Se acompaña, además, como el dodecafonismo, con la agitación de la protesta, el ideal de emancipación mental y el sueño de libertad presente en letras difundidas por los más conocidos cantores.

Esta literatura, que se expresó también en otras modalidades igualmente valiosas por su calidad formal y alegórica, invadió una época y se transmitió a muchos jóvenes con dos efectos indeseados: la imitación y el pasmo. Imitación no en el estilo, que habría resultado ostensible por la rotunda sencillez del modelo, sino en el despojamiento, en la fuerza de atracción de lo que parece fácil. Pero la sencillez ahora se llamaba pobreza de vocabulario, empeño por un habla coloquial sin cuidado, sustitución de la metáfora por dicciones vulgares y juego de sentimientos intrascendentes. Se diría que la poesía buscó expresarse en el más externo de los epitelios, confundiendo la libertad de expresión con el arte. Ganó así la indiferencia por la forma, el desdén por el metro, la palabra vulgar y la prosa sin idioma organizada en columnas. El otro efecto indeseado fue el pasmo o la parálisis: ¿qué se podía escribir después, con estos antecedentes que oscurecieron la imaginación, excluyeron consciente o inconscientemente toda otra manifestación que no persiguiera sus designios? Se propagaba ahora una literatura fuera de la literatura.

 

VUELTA HACIA ATRÁS DEL PENSAMIENTO

 

El medio siglo XX se caracterizó por la actividad política tensionada, dividida y hasta armada en gran parte de América Latina. Después de la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra Fría nuestras sociedades no pudieron resultar la excepción y quedar al margen de la influencia de los dos grandes polos ideológicos. El pensamiento uruguayo, acicateado por hechos como la Revolución sandinista, los trágicos acontecimientos de España o la Revolución cubana, se nutrió de las doctrinas que llegaban con inmigrantes y exiliados, quienes despertaron la conciencia política local hasta entonces medio adormecida. Acostumbrada a los círculos políticos o intelectuales, se desplegaba en las reuniones de amigos, en los comités partidarios, estudiantiles y obreros, escapando a las calles e infiltrándose hasta en las familias.

Había quedado bien atrás la disputa entre el espiritualismo y el positivismo como efecto directo de los acontecimientos mundiales y la introducción de ideas que se creyeron nuevas más que por el debate. La inteligentsia o ciudad letrada resolvió el paso hacia los nuevos tiempos mediante el materialismo, que alcanzó su apogeo más tarde en el área historiográfica. En un Estado separado de la Iglesia conducía con naturalidad al concepto de laicidad y, por lo menos en los estrados académicos, facilitaba el fortalecimiento del espíritu científico, el interés por las grandes teorías y descubrimientos del siglo. Había pasado a la historia el mismo Heriberto Spencer, y, al contrario de lo que se podía esperar, que siempre es lo que viene después, Marx, Prudhom, Durkheim, Bakunin, Reclus colmaron las aspiraciones, por evocar sólo algunos nombres.

No es raro que se vuelva atrás, que se revalorice un pensamiento anterior por tomar vigencia debido a razones del presente. Lo raro era que se reivindicara el Marx de 1848, sin escritos de juventud ni interpretaciones o matices intermedios (Gramsci, Bernstein, Kautsky). El marxismo fue divulgado en el Uruguay no por filósofos o profesores, como fue el caso de las corrientes en boga en el siglo XIX, sino principalmente por obra de traducciones por lo general soviéticas. Los historiadores se mantuvieron en mayor contacto con sus principios actualizados, abocándose a la interpretación de la historia regional y nacional. Filosóficamente, no gravitaron otros pensadores como Althusser, Lukacs, Sartre, Rossi Landi, el “marxismo cálido” de Bloch. Foucault llegó a interesar, pero tardíamente, cuando buena parte de los intelectuales se había exiliado, estaba en la cárcel o había desaparecido.

Estereotipado por la ortodoxia internacional el marxismo fue fagocitado por las minorías militantes y también por ciertas esferas del profesorado y de los intelectuales, sociólogos y políticos. Fue más invocado que estudiado, esgrimido como principal imputación al capitalismo. A la Revolución de Octubre, original fuente de inspiración, se agregaron los ejemplos de Vietnam y China. La mayoría de los intelectuales fue seducida por la acción social, como a veces ocurre y al revés de lo que se podría esperar tratándose de ideas; predominaron los hechos, el problema del “qué hacer”, como le llamó Lenin. Paralelamente, y con el correr de la segunda mitad del siglo XX, se encontró en la teoría del proletariado un proyecto entumecido, insensible al aquí y ahora.

Esta teoría, apenas conocida en la cruel realidad que vivía la Europa del Este, se mantuvo como principio cada vez más abstracto. Acicateados por la llamada “teoría del foco” algunos hombres impacientes tomaron las armas. También se constituyó una izquierda no marxista, alimentada por deserciones de los partidos tradicionales que, mientras buscaba un camino diferente, fue literalmente desplazada por las fuerzas de izquierda más enérgicas, quedándose sin respuesta hasta que sobrevino la decreto-cracia y enseguida la dictadura. Esta otra izquierda careció de una ideología y hasta de una teoría política propia, aunque dispusiera de un programa. No la inspiró Russell, Arendt, Pareto, Tarde ni Fromm. Y si tuvo que echar una ojeada a la teoría, paradojalmente, lo hizo discretamente apelando a los comentadores de Marx o a textos como los de Rosa Luxemburgo.

Aquel estado, el pasaje del pensamiento social del siglo XIX al estado mental del XX, brincó casi desde la nada y se fue al pasado. Salteó el proceso de transición experimentado por los mismos pensadores, las nuevas interpretaciones, ideas, orientaciones que fueron desdeñadas por encontrarse incursas en la obra proscrita de la burguesía. El burgués, que hubo de llamarse Rodó o Vaz Ferreira, fue sometido a estricta vigilancia y quedó bajo sospecha, por presuntas intenciones solapadas. El importante efecto expansivo de las ideas originales de estos dos pensadores, atentas a la época, a la ciencia y el arte, se borró de un plumazo y se halló contrario a los intereses del pueblo.

Mientras tanto, ¿qué pasó con quienes se mantuvieron fieles al polo occidental de la Guerra Fría? ¿Cuáles fueron las ideas democráticas enfrentadas al socialismo, cuál la teoría, el programa, la “construcción del porvenir” en la que insistían olvidadas voces radiofónicas y políticos que a veces recorrían el país? Sólo una prolongación ajada, marchita por obra de décadas de quietismo y reflexión tullida, anclada en el paisaje local diríase desde el fin de la guerra civil. Unas pocas conquistas para recordar: laicidad, gratuidad y obligatoriedad escolar, chispazos del batllismo de Batlle, del herrerismo de Herrera, del socialismo de Frugoni, la expansión de la Enseñanza Secundaria y de la Universidad del Trabajo… y poco más. El discurso, pobre en ideas y altamente demagógico, se saturaba de lugares comunes, sin renovación, sin economistas, sociólogos o pensadores, ni siquiera de quienes pudieron oír el bombazo de La sociedad abierta y sus enemigos.

La teoría no estaba, no había proyectos, el país no se vinculaba a América Latina, incomunicada como nunca, “lacustre” como la llamó Roberto Fabregat Cúneo. Sólo se insinuó un borroso ideal que provenía del norte, reflejos de un Occidente visto por el lado oxidado. Sobre los escritorios de ministros y empresarios públicos, secretarios y asesores, ¡no había nada! En los cajones, tarjetas de presentación personal. No había documentos, expedientes, planificaciones y se ocultaba una agencia para la captación electoral, el arribismo y el nepotismo.

En el nivel intelectual hubo una gran descompensación: los jurisconsultos ya no hacían las veces de filósofos; los escribanos no eran ya los cultores del idioma que habían sido; los arquitectos abandonaron la estética. Muchos médicos sustituyeron el todo por la parte e ingenieros el cálculo por patrones universales. La mayoría de los filósofos y profesores se auto-adoctrinó y vio con malos ojos la erudición. Este statu quo se prolongó en el tiempo, si bien al principio se prefiguró nebulosamente, después se extendió y generalizó. Las disciplinas adoptaron la dirección que sugería la tecnología en auge, la comodidad, el estereotipo, la simplificación. La avasallante división del aprendizaje permitió el florecimiento del especialismo y la desaparición del espíritu humanista.

El arte, el pensamiento y la educación, si bien habían logrado una renovación prometedora, no se estancaron, pero quedaron sin evolución genuina. Fue lo que quedó del facilismo, ganado medio mundo por la creencia de que la preparación no era necesaria. Esta mentalidad no se propagó porque se introdujera una nueva forma de vida, un nuevo proyecto de sociedad sino, sencillamente, porque se dejó de cultivar la única vida y el único proyecto que había. Los jóvenes se salieron de sí mismos, ansiosos por achicar la intimidad que los ahogaba y aislaba de la nueva imagen. Para muchos adultos esto era la modernidad o la era en que los niños saben todo. Quizá se creyó que podía pasarse por alto el empeño, la formación general, algunos viejos principios imperecederos. La idea del trabajo como fundamento del éxito desapareció y las habilidades ahora podían adquirirse sin esfuerzo. No se advirtió que la imagen era falsa.

Sin embargo, se supone que de este embrollo surgirá lo nuevo, que de esta enajenación se originará la inspiración renovadora y la flecha que indique el nuevo camino. Ojalá que este camino no tenga necesidad de retrasar el pensamiento o de dilatar en exceso lo bueno que se posee; que contenga sólo el entusiasmo por reconstruir, por sembrar, por asomarse a la luz como lo hace el retoño de una planta.

 Enero de 2014

 NOTAS

[1] Ver Gabriel Peluffo Linari, Historia de la pintura uruguaya, Montevideo, Banda Oriental, 2ª edición 1999, Tomo 1, capítulo cuarto. Nos referimos sobre todo al descomunal impacto de la obra de Paul Cezanne.

[2] Luis Juan Guerrero, Revelación y acogimiento de la obra de arte. Estética de las manifestaciones artísticas, edición de Ricardo Ibarlucía, Buenos Aires, Las cuarenta/Biblioteca Nacional de la República Argentina, 2008.

[3] Declaración del autor en “Stray Birds”, Montevideo, registro de Tacuabé, CD de 1963, presentación de Coriún Aharonian.

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