En artículos anteriores hemos analizado algunos factores decisivos que influyeron en la sociedad uruguaya, propiciados por algunos efectos negativos de la globalización, el mercado, el comercio y la propaganda, por los cuales han quedado descubiertos algunos rasgos culturales en la etapa de entrada a la época llamada posmoderna: véase, en la revista relaciones, Cambio de perspectiva en la filosofía social, La falla de nuestro tiempo, Los valores en la educación, La fantasía cataléptica, Elogio del liceo, La crisis actual de la razón (respectivamente, números 323, 325, 335, 340, 346 y 355).
Se puede evocar también una tradición culta, inicialmente no inspirada en intereses económicos, que se afianza en el espíritu de muchos individuos y de algunos círculos sociales, primero entre los intelectuales y luego desplegándose hacia contornos más amplios y populares, tradición de raigambre o al menos de emplazamiento local y rasgos propios. Es posible reseñar estos rasgos apelando a la historia de algunas preferencias en el gusto, el pensamiento y la valoración del arte, que se desarrollan e imprimen reciamente en el intelecto nacional a partir de las primeras décadas del siglo XX.
La reseña se intentará aquí siguiendo algunas tendencias
preeminentes reconocibles por cualquier público. Por lo tanto, se omitirá toda referencia
a algunas manifestaciones excepcionales, las cuales no se relacionaron con esas
tendencias o que, apenas relacionadas, constituyeron singularidades
suficientemente consideradas y respetadas.
CURSO CONGELADO DE LA PINTURA
El planismo condujo
al abandono de la perspectiva y volvió arcaico el dinamismo plástico de la
academia, aunque fuera la de Juan Manuel Blanes. Ese dinamismo alcanzó un punto
de enorme expresividad en pintores como Carlos Federico Sáez o Carlos María Herrera.
Aunque fueron verdaderos maestros, no desplazaron del todo una modalidad que,
aunque oportuna y de gran lucimiento formal, parecía no presentar el afán de establecer
una escuela. Nos referimos a pintores como José Cúneo, Humberto Causa, Carmelo
de Arzadun, Guillermo Laborde y otros, incluidos artistas que conocemos por
otras virtudes, como Pedro Blanes Viale o el mismo Pedro Figari. Su irrupción
en el medio no se produce como una manifestación avasalladora ni como el camino
inevitable a seguir por la historia del arte, sino como el resultado de una invención
espontánea y original, aunque con innegables reflejos de los impresionistas[1]. Su
aparición parece sólo tanteo, pero importante sugerencia para la búsqueda de nuevos
caminos.
Quedó
estampada sin embargo en el sentir nacional y en el “acogimiento de la obra de
arte”, como llamó el argentino Luis Juan Guerrero a este fenómeno estético[2],
aunque al principio calara poco en el sentir popular. Sacudiéndose de la
incomprensión o del desplazamiento mantuvo su influjo a lo largo de una década,
quizá como efecto de una paleta luminosa o estridente, aunque poco a poco se metamorfoseara
y terminara en la moderación y el claroscuro. Como quiera que fuese, evolucionó
escurridiza en una carrera sin fatigas hacia el fin de siglo. Recibe el
espaldarazo del Universalismo Constructivo de Joaquín Torres García, quien regresa
de Europa en el cuarenta y dicta clases que consolidan una escuela y reafirman
el planismo. También lo reafirmará Rafael Barradas: dibujo austero y
composición esquemática calculada. Por cierto, Torres introdujo otras
innovaciones, entre ellas la división ortogonal, la preponderancia del color
sobre la luz y la categoría del universalismo abstracto, tan filosófica como plástica.
Algo
que no se podía disimular era el notable parentesco con la sencillez, fácilmente
confundible con lo superficial. Quizá fue este aspecto el que más fascinó. Ciertas
obras de arte se consagran a partir de un mínimo, alcanzan lo extraordinario a
partir de lo común y envuelven la materia primitiva en tal proceso de elaboración
y refinamiento que terminan dando vuelta el arte. La captación inmediata de sus
recursos, por otra parte, el geometrismo elemental, la superposición teatral de
planos, el contraste del color, la hegemonía de la línea y lo innecesario del
detalle abrió una puerta que invitaba a ser franqueada, cosa que muchos
intentaron.
Termina
estallando una especie de fenómeno de masas por el cual bohemios y pintamonas, hacia
el último cuarto del siglo XX, precisamente cuando se consagran las ineluctables
leyes de la globalización, la embriaguez subliminal de la propaganda, el culto
de la imitación y de la apropiación, envuelven la moda local. El fenómeno coincide
con la época de la pérdida de rigor, de análisis, de todo afán de superación; la
época en que la seriedad termina por convertirse en payasada, el arte y la
cultura en espectáculo y mostrador. La voluntad forzada por el
afán de innovar sin invenciones fabricó artistas (afán no de todos, claro está,
sino de quienes sólo procedieron acomodándose a las exigencias del mercado
comercial).
RUMBO EXCÉNTRICO DE LA MÚSICA
El atonalismo
musical se introduce en nuestro medio por el deseo de experimentar, de escapar
de la tradición, asociado a un cambio en la concepción de la estética musical. Este
fenómeno se parece al del planismo en la pintura: la nueva tendencia barre con
todo y se arraiga en la composición dejando atrás el viejo sistema tonal. Éste permanece
vigente en el tango ciudadano y también en formas camperas como el estilo o triste. Paulatinamente se evade primero del jazz y luego del tango,
pero el deslizamiento fuera del sistema tonal también responde al esnobismo, a la
“actuación”, al uso forzado de instrumentos estériles y a la escasez de ingenio
que mostraba la canción.
El
atonalismo puede encontrarse gravitando en compositores uruguayos, en César
Cortinas, por ejemplo, pero sin abandonar su fidelidad a la tradición, por lo menos
en la música de cámara. Fuera quien fuere el músico influyente, Debussy o
Ravel, Stravinsky o Prokofiev, los latinoamericanos Revueltas, Ginastera o Villa
Lobos, se comprueba siempre el respeto último por ciertos cánones inconcusos de
la composición llamada “culta” o “clásica”. Pero nada sacudió tanto a los compositores
uruguayos como Arnold Schoenberg y la llamada Escuela de Viena. El atonalismo, su
versión dodecafonista, el serialismo, representaron la forma ejemplar, el
camino a seguir, la bomba que era capaz de estallar y terminar con cualquier
rasgo anterior reconocible y que permitiera el despojamiento afanosamente
buscado. Después de los años sesenta el atonalismo de la Escuela de Viena perdió
fuerza, intercedido por nuevas y diversas orientaciones musicales: aleatoria, electrónica,
minimalista, espectral, que igualmente influyeron en el Uruguay.
Se
considera a Héctor Tosar como el compositor uruguayo más importante del siglo
XX. Su obra registra de una manera pionera la estética del atonalismo y la
influencia de algunas formas posteriores como las nombradas. De manera
semejante al planismo en pintura, el arte de Tosar linda con el despojamiento y
la sencillez, la desnudez melódica asociada al ostinato, a una armonía destilada.
Se trata del paradigma estético-musical del momento. El mismo autor lo declara
de esta manera: “En lo instrumental debí evitar todo excesivo recargamiento y
buscar un tratamiento despojado al máximo. Esto me hizo abandonar todo vestigio
armónico y lanzarme hacia una escritura casi totalmente lineal, que por un lado
me acercara al espíritu de la música oriental sin necesidad de recurrir a sus
métodos […] y por otro se me aparecía como una posible y satisfactoria
respuesta a los problemas de lenguaje que se me presentaban.”[3]
Estos
propósitos invadieron toda iniciativa, sobre todo como efecto directo del
maestro sobre un puñado de destacados discípulos. Maestros de la “música
nueva”, como Coriún Aharonian, gravitarán sobre las técnicas de cantautores
populares y de concertistas y compositores “cultos”. Cayó, pues, el sistema
tonal; fuera de lo que no podía seguir siendo sino canción tradicional, se
consideró periclitado. Con algunas excepciones, se cultivó un arte ajeno a la
tradición de las instituciones musicales, del gusto popular y hasta de los
conservatorios de música. Era heredero de una ingente carga ideológica por emitir
reflejos en nuestro medio, sobre todo en el período de la dictadura militar, de
la revolución musical que había enfrentado al régimen nazi, por el cual Schoenberg
fue proscripto y perseguido. En este sentido, en lo que a una estética
corresponde como filosofía del arte, tuvo la misma gravitación que el marxismo sobre
el pensamiento, con parecidos efectos removedores y también paralíticas
consecuencias. Así, aparecen modelos señeros inspirados en la música del pueblo,
como la del húngaro Bela Bartók, cultor de un abstracto musical de difícil
asimilación para el oído de la gente.
DESVÍO DE LA NORMA EN LITERATURA
Hasta bastante entrado el siglo XX la norma en
literatura era la distinción con respecto al lenguaje corriente y coloquial. Correspondía
a la aspiración a erigir el arte, una expresión que se levantara por encima del
habla cotidiana, aspiración fundadora de la literatura desde la antigüedad. El
mismo realismo nacido en el siglo XIX, que había pugnado por hacer pie en
tierra, introducirse en los suburbios del alma humana y denunciar sus miserias
y contradicciones, no renunció al cuidado de la forma, a determinados estilos,
al designio de enmarcarse dentro de ciertas prescripciones. Los cultores del
habla popular existieron siempre, desde el costumbrismo e incluso el desenfado
de la Edad Media hasta la denuncia y el erotismo de la narrativa actual. Pero
se sostuvo lo que podría expresar un pleonasmo: la literatura dentro de la
literatura.
En
términos generales, y hasta donde alcanza el perímetro capaz de abrazar a la mayoría
de los grandes escritores del movimiento latinoamericano del siglo, esta “literatura
dentro de la literatura” se mantuvo en sus moldes. Pero se escabulló
silenciosamente, sin teorías ni manifiestos, de ciertos géneros, especialmente de la
poesía. La escrita en español, después de Vallejo, Miguel Hernández o Neruda, pudo
mantener entre otros talantes el de la rebeldía, pero en el entorno de una
prosa enmascarada. En el sentido formal se había acabado. Si bien parte de la
narrativa y del teatro pudo responder a un puñado de propósitos sociales y
políticos sin romper completamente con sus genealogías, el lenguaje coloquial
había invadido de una manera escandalosa el parlamento de los novelistas, por
lo que buena parte de los esfuerzos se convirtió en panfleto o folletín, en pobreza
imaginativa.
Hubo
aquí, así como en la pintura y en la música, una valoración exagerada de la
sencillez, del despojo, en este caso del desnudo léxico y métrico. No había
sido sugerido por los poetas protestatarios (uno de los más importantes, César Vallejo,
puede constituir el signo contrario), ni siquiera por el recio León Felipe,
sino por el temperamento de escritores locales como Mario Benedetti. La
irrupción de la poesía de Idea Vilariño es ejemplar en este sentido. Palabras corrientes
y controladas, nexos imprescindibles, moderación adjetiva y verbal, timbre capaz
de conmover lo más íntimo. Erróneamente considerado suelto, su verso fluye con una
sencillez diríase casera en los temas del amor y de la ausencia, que se
aproximan al de la muerte con serena y firme naturalidad.
Muestra
una nueva forma de escribir, pero también de concebir el verso, breve como el
de los cancioneros tradicionales españoles y dolorido como el del tango. Sin
embargo, esconde una estructura de afinadísima elaboración, respetuosa de las
reglas más exigentes. Representa una alternativa ante el erotismo de Delmira, la
irisación cromática de Herrera y Reissig, el hermetismo de María Eugenia y el
candor de Juana. Tal versificación, intuida o calculada, incluye el
oído músico de los poetas innatos y una especial propiedad: se pega al oído y
se vuelve familiar. Se acompaña, además, como el dodecafonismo, con la agitación
de la protesta, el ideal de emancipación mental y el sueño de libertad presente
en letras difundidas por los más conocidos cantores.
Esta
literatura, que se expresó también en otras modalidades igualmente valiosas por
su calidad formal y alegórica, invadió una época y se transmitió a muchos
jóvenes con dos efectos indeseados: la imitación y el pasmo. Imitación no en el
estilo, que habría resultado ostensible por la rotunda sencillez del modelo,
sino en el despojamiento, en la fuerza de atracción de lo que
parece fácil.
Pero la sencillez ahora se llamaba pobreza de vocabulario, empeño por un habla
coloquial sin cuidado, sustitución de la metáfora por dicciones vulgares y juego
de sentimientos intrascendentes. Se diría que la poesía buscó expresarse en el más
externo de los epitelios, confundiendo la libertad de expresión con el arte. Ganó
así la indiferencia por la forma, el desdén por el metro, la palabra vulgar y
la prosa sin idioma organizada en columnas. El otro efecto indeseado fue el
pasmo o la parálisis: ¿qué se podía escribir después, con estos antecedentes
que oscurecieron la imaginación, excluyeron consciente o inconscientemente toda
otra manifestación que no persiguiera sus designios? Se propagaba ahora una literatura
fuera de la literatura.
VUELTA HACIA ATRÁS DEL PENSAMIENTO
El medio siglo XX se caracterizó por la actividad
política tensionada, dividida y hasta armada en gran parte de América Latina.
Después de la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra Fría nuestras sociedades
no pudieron resultar la excepción y quedar al margen de la influencia de los
dos grandes polos ideológicos. El pensamiento uruguayo, acicateado por hechos
como la Revolución sandinista, los trágicos acontecimientos de España o la Revolución
cubana, se nutrió de las doctrinas que llegaban con inmigrantes y exiliados, quienes
despertaron la conciencia política local hasta entonces medio adormecida. Acostumbrada
a los círculos políticos o intelectuales, se desplegaba en las reuniones de amigos,
en los comités partidarios, estudiantiles y obreros, escapando a las calles e
infiltrándose hasta en las familias.
Había quedado bien atrás la disputa
entre el espiritualismo y el positivismo como efecto directo de los acontecimientos
mundiales y la introducción de ideas que se creyeron nuevas más que por el
debate. La inteligentsia o ciudad letrada resolvió el paso hacia
los nuevos tiempos mediante el materialismo, que alcanzó su apogeo más tarde en
el área historiográfica. En un Estado separado de la Iglesia conducía con
naturalidad al concepto de laicidad y, por lo menos en los estrados académicos,
facilitaba el fortalecimiento del espíritu científico, el interés por las
grandes teorías y descubrimientos del siglo. Había pasado a la historia el
mismo Heriberto Spencer, y, al contrario de lo que se podía esperar, que
siempre es lo que viene después, Marx, Prudhom, Durkheim, Bakunin, Reclus colmaron
las aspiraciones, por evocar sólo algunos nombres.
No es raro
que se vuelva atrás, que se revalorice un pensamiento anterior por tomar
vigencia debido a razones del presente. Lo raro era que se reivindicara el Marx
de 1848, sin escritos
de juventud ni interpretaciones o matices intermedios (Gramsci, Bernstein, Kautsky). El
marxismo fue divulgado en el Uruguay no por filósofos o profesores, como fue el
caso de las corrientes en boga en el siglo XIX, sino principalmente por obra de
traducciones por lo general soviéticas. Los historiadores se mantuvieron en mayor
contacto con sus principios actualizados, abocándose a la interpretación de la
historia regional y nacional. Filosóficamente, no gravitaron otros pensadores como
Althusser, Lukacs, Sartre, Rossi Landi, el “marxismo cálido” de Bloch. Foucault
llegó a interesar, pero tardíamente, cuando buena parte de los intelectuales se
había exiliado, estaba en la cárcel o había desaparecido.
Estereotipado por la ortodoxia
internacional el marxismo fue fagocitado por las minorías militantes y también por
ciertas esferas del profesorado y de los intelectuales, sociólogos y políticos. Fue más invocado que
estudiado, esgrimido como principal imputación al capitalismo. A la Revolución
de Octubre, original fuente de inspiración, se agregaron los ejemplos de Vietnam
y China. La mayoría de los intelectuales fue seducida por la acción social, como
a veces ocurre y al revés de lo que se podría esperar tratándose de ideas; predominaron
los hechos, el problema del “qué hacer”, como le llamó Lenin. Paralelamente, y
con el correr de la segunda mitad del siglo XX, se encontró en la teoría del
proletariado un proyecto entumecido, insensible al aquí y ahora.
Esta teoría, apenas conocida en la
cruel realidad que vivía la Europa del Este, se mantuvo como principio cada vez
más abstracto. Acicateados por la llamada “teoría del foco” algunos hombres
impacientes tomaron las armas. También se constituyó una izquierda no marxista,
alimentada por deserciones de los partidos tradicionales que, mientras buscaba
un camino diferente, fue literalmente desplazada por las fuerzas de izquierda más
enérgicas, quedándose sin respuesta hasta que sobrevino la decreto-cracia y
enseguida la dictadura. Esta otra izquierda careció de una ideología y hasta de
una teoría política propia, aunque dispusiera de un programa. No la inspiró
Russell, Arendt, Pareto, Tarde ni Fromm. Y si tuvo que echar una ojeada a la
teoría, paradojalmente, lo hizo discretamente apelando a los comentadores de
Marx o a textos como los de Rosa Luxemburgo.
Aquel
estado, el pasaje del pensamiento social del siglo XIX al estado mental del XX,
brincó casi desde la nada y se fue al pasado. Salteó el proceso de
transición experimentado por los mismos pensadores, las nuevas
interpretaciones, ideas, orientaciones que fueron desdeñadas por encontrarse
incursas en la obra proscrita de la burguesía. El burgués, que hubo de llamarse
Rodó o Vaz Ferreira, fue sometido a estricta vigilancia y quedó bajo sospecha, por
presuntas intenciones solapadas. El importante efecto expansivo de las ideas originales
de estos dos pensadores, atentas a la época, a la ciencia y el arte, se borró
de un plumazo y se halló contrario a los intereses del pueblo.
Mientras
tanto, ¿qué pasó con quienes se mantuvieron fieles al polo occidental de la
Guerra Fría? ¿Cuáles fueron las ideas democráticas enfrentadas al
socialismo, cuál la teoría, el programa, la “construcción del porvenir” en la
que insistían olvidadas voces radiofónicas y políticos que a veces recorrían el
país? Sólo una prolongación ajada, marchita por obra de décadas de quietismo y
reflexión tullida, anclada en el paisaje local diríase desde el fin de la
guerra civil. Unas pocas conquistas para recordar: laicidad, gratuidad y
obligatoriedad escolar, chispazos del batllismo de Batlle, del herrerismo de
Herrera, del socialismo de Frugoni, la expansión de la Enseñanza Secundaria y de
la Universidad del Trabajo… y poco más. El discurso, pobre en ideas y altamente
demagógico, se saturaba de lugares comunes, sin renovación, sin economistas,
sociólogos o pensadores, ni siquiera de quienes pudieron oír el bombazo de La sociedad abierta y sus enemigos.
La
teoría no estaba, no había proyectos, el país no se vinculaba a América Latina,
incomunicada como nunca, “lacustre” como la llamó Roberto Fabregat Cúneo. Sólo se
insinuó un borroso ideal que provenía del norte, reflejos de un Occidente visto
por el lado oxidado. Sobre los escritorios de ministros y empresarios públicos,
secretarios y asesores, ¡no había nada! En los cajones, tarjetas de
presentación personal. No había documentos, expedientes, planificaciones y se
ocultaba una agencia para la captación electoral, el arribismo y el nepotismo.
En
el nivel intelectual hubo una gran descompensación: los jurisconsultos ya no hacían
las veces de filósofos; los escribanos no eran ya los cultores del idioma que habían
sido; los arquitectos abandonaron la estética. Muchos médicos sustituyeron el
todo por la parte e ingenieros el cálculo por patrones universales. La mayoría
de los filósofos y profesores se auto-adoctrinó y vio con malos ojos la
erudición. Este statu quo se prolongó
en el tiempo, si bien al principio se prefiguró nebulosamente, después se
extendió y generalizó. Las disciplinas adoptaron la dirección que sugería la
tecnología en auge, la comodidad, el estereotipo, la simplificación. La
avasallante división del aprendizaje permitió el florecimiento del especialismo
y la desaparición del espíritu humanista.
El
arte, el pensamiento y la educación, si bien habían logrado una renovación prometedora,
no se estancaron, pero quedaron sin evolución genuina. Fue lo que quedó del facilismo,
ganado medio mundo por la creencia de que la preparación no era necesaria. Esta
mentalidad no se propagó porque se introdujera una nueva forma de vida, un
nuevo proyecto de sociedad sino, sencillamente, porque se dejó de cultivar la
única vida y el único proyecto que había. Los jóvenes se salieron de sí mismos,
ansiosos por achicar la intimidad que los ahogaba y aislaba de la nueva imagen.
Para muchos adultos esto era la modernidad o la era en que los niños saben todo.
Quizá se creyó que podía pasarse por alto el empeño, la formación general, algunos
viejos principios imperecederos. La idea del trabajo como fundamento del éxito desapareció
y las habilidades ahora podían adquirirse sin esfuerzo. No se advirtió que la
imagen era falsa.
Sin embargo, se supone que de este embrollo surgirá lo
nuevo, que de esta enajenación se originará la inspiración renovadora y la
flecha que indique el nuevo camino. Ojalá que este camino no tenga necesidad de
retrasar el pensamiento o de dilatar en exceso lo bueno que se posee; que
contenga sólo el entusiasmo por reconstruir, por sembrar, por asomarse a la luz
como lo hace el retoño de una planta.
[1] Ver Gabriel
Peluffo Linari, Historia de la pintura
uruguaya, Montevideo, Banda Oriental, 2ª edición 1999, Tomo 1, capítulo
cuarto. Nos referimos sobre todo al descomunal impacto de la obra de Paul
Cezanne.
[2] Luis Juan
Guerrero, Revelación
y acogimiento de la obra de arte. Estética de las manifestaciones artísticas, edición de Ricardo Ibarlucía, Buenos Aires, Las
cuarenta/Biblioteca Nacional de la República Argentina, 2008.
[3] Declaración del
autor en “Stray Birds”, Montevideo, registro de Tacuabé, CD de 1963,
presentación de Coriún Aharonian.
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